5/3/11

La circunstancia social de "Suenan Timbres"

1926: En Bogotá ya suenan timbres. Las viejas aldabas de metal, los llamadores de hierro forjado y las campanillas están siendo reemplazados por doquier, gracias al vertiginoso proceso de electrificación de la vieja y triste aldea santafereña. Los teléfonos y los ascensores comienzan a ser objetos conocidos, seres de la vida cotidiana, ante los cuales ya no se siente el asombro de los primeros días. Es cierto que el automóvil todavía sigue provocando el sobresalto supersticioso de los transeúntes, y esto porque, como dijera el cronista Luis Tejada en 1924 "las gentes no quieren bien a esa máquina fantástica que no comprenden y aprovechan cualquiera oportunidad para increparla y maldecirla, para estorbarla y hacerle daño [...] El automóvil, a pesar de su creciente incremento en la vida ciudadana, posee aún cierto misterio inquietante, cierta manera de ser inusitada y casi diabólica que impresiona. Por eso las gentes sienten deseos de romperlo para ver qué tiene dentro, como hacen los niños con los juguetes".

En cambio, todos los colombianos, grandes y chicos, han aprendido a amar al ferrocarril y sobre todo a la locomotora, ese "ser misterioso y maravilloso", de quien el mismo Tejada explica que "tiene un corazón detonante, cálido y nervioso, que arroja hacia nosotros su hálito vivificador, confianzudo y loco como el respirar fragoso de un ser que nos ama y solloza sobre nuestro pecho".

La nueva burguesía industrial, en ascenso desde la caída de Rafael Reyes (1909), obtiene en 1922 una formidable coyuntura económica, al iniciarse el pago de la "indemnización americana" por el Istmo de Panamá. Son 25 millones de dólares que caen como una bomba en el magro presupuesto nacional de 38 millones de pesos y que además traen "amarrados" empréstitos usurarios por un valor cercano a los 198 millones de dólares. Esa burguesía industrial en ascenso necesita ante todo una potente red de transporte en un país apenas dibujado por caminos de carretera y rutas de herradura. Para ella, la construcción de las vías férreas se convierte en asunto de primera prioridad. Los ideólogos y teóricos de esta clase, erigen al ferrocarril como la herramienta decisiva del desarrollo. La falta de líneas ferroviarias tiene la culpa del atraso. Así lo hace saber el ministro de Hacienda, Pomponio Guzmán, en 1921, cuando dice que al estallar la guerra mundial de 1914, "Colombia no contaba con elemento alguno que pudiera utilizar para acrecentar ni para transportar la producción de aquellos artículos minerales, agrícolas y manufacturados que a favor de la contienda hubieron de alcanzar precios muy elevados en los mercados europeos y americanos". Y para reforzar su tesis, agrega: "podréis ver cómo los departamentos favorecidos con los pequeños trayectos de la vía férrea construídos, son los únicos que han aumentado sus presupuestos de rentas departamentales y municipales en lo que va corrido del siglo..."

Esta posición se precisa aún más en el curso de la polémica sobre políticas de impuestos. Frente a las tesis conservadoras de aumentar los tributos, republicanos, liberales y progresistas insisten en "mejorar las vías de comunicación en una forma que permita la movilización de la producción de la tierra y la industria, poniendo así en capacidad a cada ciudadano de centuplicar su riqueza, con lo cual centuplicará el tributo que pague al Estado. Para demostrar esto no habría necesidad de anotar cómo los países que más tributo pagan al Estado, son aquellos que tienen una mayor extensión de vías férreas".

Consagrado así, en el terreno económico, esto que Luis Ospina Vásquez denomina la "superstición ferrocarrilera", no es extraño que Tejada glorifique a la locomotora con pasión de amante fervoroso, porque como Luis Vidales ha dicho, "el artista de hoy, qué duda cabe, recibe las órdenes secretas de la constante social".

Vidales es, en 1926, un ingenioso, precoz y sarcástico joven de 25 años de edad. Se gana la vida como Jefe de Contabilidad del Banco de Londres y América del Sud y acaba de publicar, el 25 de febrero de ese año, un libro irreverente y burlón, con poemas en los cuales "a través de los microscopios los microbios observan a los sabios", los hombres son aparatos fotográficos y Jesucristo aparece como un señor ejemplar a quien, en premio de su buena conducta, le pusieron una Condecoración tan grande que se enredó en ella y se murió. El libro, por añadidura, ostenta un título que es una bofetada a la solemne poesía de metro, rima y sonsonete, pero que en cambio obedece, con auténtica disciplina, "las órdenes secretas de la constante social": Suenan Timbres.

Y en tanto suenan timbres y puertas y teléfonos en la sombría capital que con un cuarto de siglo de retraso comienza a entrar en el siglo XX, la ascendente burguesía industrial practica en los campos la nueva religión de los ferrocarriles. Más del 60 por ciento de "indemnización americana" es destinado a la construcción de vías férreas. Se tienden las líneas y se ponen a rodar los ferrocarriles del Norte (1923-25), del Pacífico (1924-26), del Tolima, Huila y Caquetá (1924-26), del Carare (1924-26), Central de Bolívar (1924-26), de Nariño (1924-26), de Caldas (1924-25), de Medellín-Río Cauca (1924-27), de Bolombolo-Cañafístula (1926), así como los del Sur, prolongación Fusagasugá, de Cundinamarca, Ambalema-Ibagué, Santander-Timba, y los cables aéreos de Cúcuta al Magdalena y de Manizales al Chocó. Y para que no quede duda de la voluntad modernizadora de esa burguesía, el resto de los dólares indemnizatorios se destina a las obras del Canal del Dique, Bocas de Ceniza, el puente de Girardot y el muelle de Buenaventura, sin olvidar los fondos necesarios para crear el Banco de la República (1923) y el Banco Agrícola Hipotecario (1926). Ni un solo centavo para carreteras. "Los gobiernos de esa época, dice José Raimundo Sojo, sólo creían en los ferrorriles".

Y como el resto de las gentes, parecían temer al diabólico misterio de los automóviles...

Colombia tenía en 1926 un millón de peones agrícolas que trabajaban diez horas diarias por jornales que variaban, según la región, entre veinte y cincuenta centavos. El conjunto de la mano de obra alcanzaba a 1.800.000 personas. La abundancia de brazos proporcionaba trabajo humano barato y hacía innecesaria, a los ojos del buen burgués, la mecanización de las labores. En el campo se encontraban en franco ascenso las industrias del azúcar, algodón, arroz, tabaco y cacao. En la ciudad crecían las industrias textileras, las cerveceras y las de alimentos. La población se redistribuía rápidamente. Hacia la costa derivaba una muchedumbre de trabajadores atraídos por las centrales bananeras de la United Fruit, y comenzaban a generarse ya las condiciones que precipitarían la sangrienta masacre de 1928. En Medellín, Bucaramanga, Barranquilla, Cali y Bogotá, se concentraban los núcleos obreros que habrían de librar las primeras grandes huelgas de la historia nacional. Los empresarios se entusiasmaban por el torbellino de la acumulación primitiva, el salario obrero a los límites precisos de la miserable supervivencia, y jerarquizaban los jornales del hombre, la mujer y el niño. Coltejer pagaba de 50 centavos a $2.70 a los hombres, según el grado de calificación, y de treinta a ochenta centavos a las mujeres; Rosellón (planta de Envigado) tenía salarios promedios de un peso a los hombres y cuarenta y cinco centavos a las mujeres; Colombiana de Tabaco tenía promedios de $1.58 para los obreros y $0.91 para las obreras. Niños menores de diez años hacían jornadas de diez y doce horas por veinte centavos en las fábricas, y por ocho centavos en los campos.

Comenzaba, además, el primer proceso de concentración de industrias. La Colombiana de Tabaco, fundada en 1919 como una empresa exclusivamente antioqueña, ya tenía en 1924 cuatro fábricas regionales (Medellín, Bogotá, Barranquilla y Cali) con 500 obreros, y se aprestaba a comprar las plantas de Bucaramanga, Cartagena y Pasto, aplicando una política que la habría de conducir, ya en 1928, al monopolio absoluto de la fabricación de cigarrillos.

En el campo de la industria textil, y sin mencionar el prodigioso crecimiento de Coltejer, vale recordar el más modesto ejemplo de Rosellón. Inició su producción con 100 telares, en 1914. Doce años más tarde, en 1926, tenía 200 telares y 3.128 husos, pero esto fue en gran medida porque absorbió a otra empresa rival en 1919 (la fábrica de A. M. Hernández) y más tarde logró devorar a otras competidoras más pequeñas.

El desarrollo industrial cambiaba la faz del país. Crecían las ciudades fabriles. Se ahondaba el abismo entre las villas coloniales todavía amodorradas en el siglo XIX y las villas industriales, que comenzaban a incursionar con paso vacilante en la aventura del nuevo siglo. Antioquia marchaba a la cabeza de la industrialización: Coltejer, Rosellón, las medianas y pequeñas textileras, y las dos fábricas de Bello que más tarde se fusionarían para formar Fabricato, reunían el 50 por ciento de todos los telares mecánicos del país. Funcionaban ya una siderúrgica en Medellín, una fábrica de papel en Puerto Berrío y otras empresas que hacían del departamento de Antioquia el más importante centro proletario del país.

En el Valle del Cauca predominaba la economía agrícola, especialmene la azucarera, pero existían también centros fabriles como La Garantía (Tejidos), Industrias Textiles de Colombia y una fábrica de muebles y artículos de hierro en Palmira.

En Bogotá, aparte de las textileras, eran importantes las fábricas de cementos (Samper y Diamante), la Cervecería Bavaria y la industria del calzado, así como las vidrierías y cristalerías estimuladas por la industria cervecera.

Por esta misma época, el transporte aéreo (empresa SCADTA, antecesora de AVIANCA), contaba con nueve aviones con capacidad para cinco pasajeros cada uno y un cupo para carga, y dos aparatos de mayor capacidad.

El Banco de la República, creado por Ley 25 de 1923, había asumido ya la emisión de billetes convertibles en oro, y la composición de su Directorio reflejaba el empuje de la burguesía industrial en ascenso: tres representantes del gobierno, cuatro de los bancos nacionales privados, dos de los bancos extranjeros y uno de los accionistas particulares. Con esto se calmaba, según el decir de la misión encargada de asesorar al gobierno, "el temor de que el Banco pueda quedar bajo la indebida influencia del gobierno".

Pero esta misma clase, que se espantaba ante la sola idea de que el gobierno pudiera intervenir en su Banco, exigía a voz en cuello la intervención gubernamental sobre la tierra. La agricultura, retrasada y colonial, no estaba en condiciones de atender a las exigencias de la industrialización. Por eso la nueva burguesía, cuya razón originaria de existencia reside es el principio sagrado de la propiedad privada, no tuvo el menor problema de conciencia al imponer en el Parlamento la Ley 74 de 1924, llamada "Ley de Agricultura", que atribuyó a la tierra una función social y autorizó al gobierno a expropiar predios no cultivados. La propiedad privada sobre la tierra ya no era un derecho sacrosanto e intocable. Ya veremos cómo, por fuerza de otras circunstancias sociales, la burguesía industrial de comienzos de siglo habría de incurrir en otras herejías peores. Por ahora bástenos señalar que esa era una clase pujante y renovadora y que a su influjo potente la joven intelectualidad comenzó a discutirlo todo, a cuestionarlo todo, a reírse de todo lo viejo y caduco y a despedirse para siempre de los ridículos lunáticos del siglo XIX.

Fablo Lozano Torrijos decía en aquellos años, hablando de Colombia:

"Un raro acomodo a la quietud y a la pobreza, le daba la extraña fisonomía de un campo de cartujos o trapenses... Pero todo esto ha pasado y ha concluido para siempre. Y el empuje de un nuevo concepto de la vida arrollará en corto tiempo, definitivamente, inexorablemente, todos los obstáculos internos y externos".

Ese fue el espíritu, alegre y triunfal, que animó a la generación de Los Nuevos: Luis Tejada, León de Greiff, Jorge Zalamea, Luis Vidales, José Mar, Rafael Maya, eran, entre muchos otros, los más audaces representantes de esta generación que nacía a la vida política e intelectual de Colombia, con la misión histórica de cavar la sepultura –en lo político, en lo económico, en lo social y en lo cultural– de las fuerzas coloniales enquistadas en el latifundio oligárquico, en el Estado rancio y autocrático de la hegemonía conservadora y en las aguas estancadas y ya malolientes de una cultura aristocrática, congelada y decrépita. Y así como el surgimiento de la generación de Los Nuevos no se podría explicar sin el desarrollo de la burguesía industrial de comienzos de siglo, así el triunfo político de esa burguesia aglutinada por las victoriosas huestes liberales de 1930, tampoco podria explicarse sin la poderosa influencia renovadora que, en el plano intelectual e ideológico, extendieron Los Nuevos sobre lo que muchos años más tarde Gaitán habria de llamar "el país politico".

Pero el país ya no era una isla. El mismo proceso de desarrollo industrial llevaba implícito un cambio profundo en las relaciones de nuestras gentes con el mundo. Las noticias comenzaban a llegar con rapidez, desde todos los rincones del globo. El cine iniciaba el proceso de formación del "hombre universal" ese cuyos valores, actitudes y sentimientos se van modelando al influjo de los gigantes medios universales de comunicación. Hasta la todavía soñolienta Bogotá llegaban, el uno en noticias, el otro en imágenes, los dos hombres más importantes de esa hora: Lenin y Chaplin.

Lenin, aquel que condujo con empecinada y sobrehumana voluntad a millones de seres por el camino de una revolución desconocida, inédita, de la que no había antecedentes en la historia humana, conmovió profundamente a Vidales, a Tejada, a José Mar, a Zalamea y a León de Greiff. Con religioso fervor, Tejada decía que Lenin era "el único redentor del mundo". La Revolución Rusa causó un impacto tan decisivo en la formación de estos jóvenes intelectuales, que todos ellos participaron más de una vez en tareas políticas revolucionarias. De todos ellos, Tejada y Vidales fueron los que más lejos desarrollaron una conciencia marxista, apartándose definitivamente de toda concepción burguesa. Tejada murió en 1924, pero Vidales –que vivió hasta 1990– pudo participar en la fundación del Partido Comunista de Colombia, ser miembro destacado de su primer Comité Central y dirigir, en 1930, el primer periódico del comunismo militante en nuestro país: Vox Populi de Bucaramanga.

Así, pues, la generación de Los Nuevos no fue homogénea ni sus miembros tuvieron un destino común. Y no podían tenerlo, porque las "órdenes secretas de la constante social", entonces representadas por una burguesía en ascenso, no eran exclusivo patrimonio de esa burguesía, sino que procedían de las más diversas fuentes históricas y de otras clases sociales que vamos en seguida a mencionar.

Pero hemos nombrado a Chaplin, y no por capricho. Yo no sé de nadie que haya logrado poner tanta poesía, tanta ironía, tanta tristeza y tanta ternura en los objetos sencillos –un zapato, dos panes, un bastón, una simple camisa– ante los ojos de tantos millones de seres humanos, mediante gestos que no necesitan traducción alguna ni lenguaje articulado. Chaplin es el pobre inmigrante en la gran ciudad, pero también es el "pobre pobre" de todas las ciudades del mundo. Es el cocinero, el mesero, el vagabundo, uno de los treinta millones de desempleados, el obrero de la gran fábrica a quien la máquina convierte en un simple engranaje más, el pobre diablo que, sujeto a las potentes fuerzas económicas, puede ser tanto el humilde sastre judío o el arrogante Fuhrer alemán. Es la denuncia viviente contra lo inhumano de carne y hueso, y por eso en 1922, en Bogotá, un grupo de señoritos reaccionarios apedrean el Teatro Olympia donde se exhibe una película de Chaplin, y por eso mismo Vidales organiza un "desagravio" y obtiene de Eduardo Santos la gracia de un suplemento dominical de El Tiempo, íntegro, para tal efecto.

Hay un hilo invisible, pero que de algún modo se percibe, y que une y entrelaza el humor fino de Tejada, la ironía amable de Rendón, la irreverencia burlona de Vidales y la gracia profunda de Chaplin. Puede que se trate tan solo de la influencia secreta de la circunstancia social; pero ello, en todo caso, serviría para demostrar cómo los estimulos ocultos del proceso histórico producen respuestas similares y actitudes parecidas en los creadores aparentemente más disímiles y de las más diversas latitudes. Picasso y Juan Gris en la pintura cubista, que no pinta al mundo como lo ve, sino como lo piensa; el ruso Maiakovsky, que se sube a los tranvías de Petrogrado para asustar a las gentes con un teatro insolentemente novedoso en el que la nube se viste con pantalones de obrero; el peruano César Vallejo, ensayando entre el opio y la rebeldía el incomprensible trabalenguas de Trilce; Torres García, en Uruguay, pintando telas que pretenden reordenar el mundo de acuerdo con las leyes del "universalismo constructivo"; el genial chileno Vicente Huidobro, creador de poemas heréticos y cocinero de sopas oceánicas; todos ellos y muchos más como ellos, tienen la misma actitud iconoclasta, el mismo afán demoledor de academias, el mismo sarcasmo y la misma ironía contra sus sabios antecesores.

Los colombianos no son ajenos a esta actitud universal. Si algo tienen de original, de novedoso y singular, es que ellos son los únicos que se agrupan en un movimiento generacional, que renuncian a crear escuelas o ismos y que, sabiéndose heterogéneos y dispares, se unifican por aquello que los une y dejan para otras décadas aquellos elementos que los habrán de separar. No crean un nuevo dogma, son un grupo de combate. Y ese grupo de combate, precisamente, tiene toda su razón de ser en la lucha sin cuartel contra todos los dogmas, sectas y escuelas. Como Rabelais, quisiera que las gentes tomaran el agua del eléboro para que olviden todo lo que sus antiguos preceptores les han enseñado. Y como Cervantes, quiere matar de ridículo al viejo orden.

En Colombia, el gran proceso de sindicalización obrera se inicia en 1919 y da lugar, casi de inmediato, a dos grandes fenómenos de la lucha social: la primera oleada huelguística de nuestra historia (1920-25) y las primeras manifestaciones orgánicas del ideario socialista. Las grandes huelgas de Girardot, Barranquilla, Medellín y Bucaramanga, en esos años, son simultáneas a los intentos de creación del Partido Obrero Socialista, e irán generando las condiciones para el surgimiento del Partido Socialista Revolucionario de 1927. Emergen entonces líderes como Tomás Uribe Márquez, Ignacio Torres Giraldo y María Cano, La Flor del Trabajo.

En 1925, el Segundo Congreso Obrero de Colombia solicitó y obtuvo su ingreso a la Internacional Roja de los sindicatos, con sede en Moscú. En Mayo de 1926, el Tercer Congreso Obrero reunió en Bogotá a indígenas, campesinos, peones, operarios de los centros fabriles e intelectuales de avanzada, y en su seno se manifestó la evidente hegemonía de la tendencia marxista. Allí se resolvió, precisamente, crear el Partido Socialista Revolucionario.

María Cano decía por aquel entonces: "El obrerismo colombiano es un ejército que ha estado esperando, y aún espera anhelante el momento en que sus jefes, sus verdaderos jefes, lo lleven al combate, a esa revolución social por la cual lucho a brazo partido y sin que nada me arredre porque es causa justa, la causa de los oprimidos, de los desheredados de la fortuna".

La rebeldía obrera se afirmaba y endurecía, a pasar de algunas graves derrotas. En octubre de 1924 estalló la huelga de Barranca contra la compañía petrolera norteamericana. El movimiento fue brutalmente aplastado por el gobierno y las fuerzas parapoliciales de la Tropical Oil y 1.200 obreros fueron despedidos. Pero antes que transcurriera un año, ya se estaba gestando otro conflicto en la zona.

El poderoso influjo de las ideas proletarias estaba presente en cada huelga, se extendía a la joven intelectualidad, penetraba en los salones de la burguesía progresista y ganaba adeptos entre los cuadros dirigentes del Partido Liberal. La Generación del Centenario (Eduardo Santos, Luis López de Mesa, Luis Eduardo Nieto Caballero y otros) que en 1920 había propuesto organizar el liberalismo como una fuerza alternativa que impidiera o moderara "la pugna bárbara entre el conservatismo reaccionario y las fuerzas tumultuosas del socialismo criollo", se encontraba en franco receso porque ese socialismo criollo parecía imponerse en las propias huestes liberales, acaudilladas por el general Benjamín Herrera.

En las elecciones de 1921, los socialistas habían logrado una caudalosa votación. En Medellín, por ejemplo, obtuvieron el 23 por ciento de los votos, en tanto que el Partido Liberal recibía apenas un 15 por ciento. Semejante catástrofe no volvería a ocurrir, porque el General Herrera logró imponer en el seno del liberalismo sus tesis socializantes, y con extraordinaria audacia y flexibilidad política pudo agrupar en torno al Partido Liberal a jóvenes intelectuales, artesanos, obreros, campesinos y estudiantes, que de otro modo se hubieran reunido bajo las banderas del socialismo revolucionario. La Convención Liberal de Ibagué, reunida en 1923, acogió en su plataforma las conclusiones de la Convención Socialista de Honda, de modo que –cuenta Gerardo Molina– "el acuerdo entre los dos partidos era casi absoluto, hasta el punto de que muchos pensaron que era inútil persistir en la formación de una nueva colectividad política". El senador liberal César Julio Rodríguez afirmaba públicamente en diciembre de 1922: "El socialismo vendrá inevitablemente al país, como una gran fuerza equilibradora". Y en abril de 1923, el escritor Armando Solano Solano decía en un discurso pronunciado en Cartagena: "Si el liberalismo, por una u otra razón, no se hiciera socialista en la forma franca y moderada en que es posible, desaparecería ... Tenemos en cambio el derecho de pedirles a las agrupaciones obreras que no separen prematuramente su actividad de la nuestra, porque así no le sirven sino a la consolidación de la hegemonía conservadora".

Eran, pues, los tiempos en que la pujante burguesía liberal estaba dispuesta a hacer todas las concesiones de principios a los obreros socialistas, en aras de la lucha contra la hegemonía conservadora. El General Benjamín Herrera, brillante y hábil caudillo, se afanaba entonces en buscar la amistad de los jóvenes intelectuales. El periódico El Sol, de Luis Tejada, salió muchas veces de la imprenta gracias al generoso bolsillo del jefe liberal, que siempre tenía fondos listos para estimular la rebeldía juvenil. A José Mar, miembro destacado de Los Nuevos, lo hizo su secretario particular. A Luis Vidales lo recibía con afecto, sin que parecieran incomodarle las impertinencias bolcheviques del joven poeta.

Herrera fue más lejos aún: impuso candidatos obreros y campesinos a los concejos municipales: abogó por una ley de participación de los obreros en las ganancias de las empresas y declaró su apoyo irrestricto a las tesis de expropiación del latifundio. La apertura socialista del liberalismo, que él presidió e impulsó, contribuyó decisivamente a contener, dentro de las filas del gran partido, a la poderosa corriente de las masas populares, que años más tarde constituiría el gran ejército del gaitanismo. Pero también, por reacción dialéctica, determinó la conformación de la corriente burguesa, colaboracionista liberal-conservadora, cuyas tesis habría de precisar Olaya Herrera, auténtico precursor del Frente Nacional, quien sostenía, a propósito de las relaciones entre liberales y conservadores, que "no debemos partir del supuesto de que somos enemigos mortales, sino colaboradores en una obra común, y que lejos de ser irreductibles y antagónicos, nuestros puntos de vista son fácilmente armonizables".

Así se perfilaban las dos grandes tendencias liberales: la primera, que buscaba la alianza de la burguesía en desarrollo con el movimiento obrero, en contra de las fuerzas políticas del latifundio; la segunda, que prefería la alianza de todas las corrientes burguesas para mantener bajo control a las clases trabajadoras. "Frente Popular" y "Frente Nacional" parecían ser las alternativas del liberalismo, aunque entonces no existían esas denominaciones.

La existencia de estas corrientes y de estas fuerzas sociales explica en gran medida por qué Los Nuevos pudieron ser un grupo de combate unificado, a pesar de que en su seno actuaban marxistas y no marxistas, bolcheviques y liberales, anarcosocialistas y socialdemócratas. Y el hecho de que la tendencia frente-populista fuese entonces hegemónica en la vida política, y fundamentalmente en el Partido Liberal, nos permite comprender la extraordinaria influencia de Los Nuevos en esa etapa de la vida cultural de Colombia.

Muchas cosas han cambiado desde la publicación de Suenan timbres (25 de febrero de 1926). Otras corrientes se han impuesto en el desarrollo institucional y político de los grandes partidos. Pero la irreverencia antidogmática del joven poeta calarqueño, su capacidad demoledora de mitos, su voluntad de barrer, a fuerza de humor y de sentido común, los Establos de Augías de la poesía colombiana, habrán de cobrar nueva vida y nuevo vigor en la hora de las grandes transformaciones sociales que el país espera.

Hoy no podría pedirse, en rigor, el surgimiento de poetas verdaderamente singulares, como el Vidales de 1926, o de cronistas pioneros como el Tejada de 1923. El propio Tejada reconoce que las ideas nuevas, las formas nuevas de lenguaje, las relaciones inéditas entre los objetos y las ideas, entre las palabras y las cosas, surgen en tiempos de transformación social, en períodos revolucionarios, o cuando menos, renovadores:

"porque toda conjunción imprevista de palabras, que se salga de los moldes gramaticales, significa la existencia de una idea nueva, o al menos, acusa una percepción original en la vida de las cosas. Por eso en las épocas de intensa agitación espiritual, en los momentos de revolución, la gramática salta hecha pedazos junto con las instituciones milenarias. Todo profundo cambio social repercute en la gramática subvirtiéndola y renovándola también. Los hombres, cuando tienen numerosos pensamientos inéditos, necesitan, para expresarlos, combinaciones inéditas de palabras, que naturalmente no están catalogadas en los textos ni estereotipadas en el lenguaje tradicional".

Por eso, Suenan Timbres es un producto de los grandes cambios operados en el país en la década de 1920. Y por eso mismo, Suenan Timbres espera a sus redescubridores en los hombres que habrán de realizar la transformación revolucionaria de la sociedad colombiana.

(c) Carlos Vidales

(Publicado por primera vez en Extravagario,
Suplemento de "El Pueblo" de Cali, febrero 22 de 1976.
La versión que aquí se publica ha sido revisada por el autor. feb. de 2011
Se han corregido algunas fechas y modificado algunas expresiones)


---

4/3/11

La revolución de "Suenan timbres" y otras aventuras conexas

En 1976 escribí un artículo titulado "La circunstancia social de Suenan Timbres". La obra maestra de Luis Vidales cumplía entonces medio siglo y yo pensaba que ya era hora de considerar las condiciones históricas, políticas, económicas y sociales del pueblo que engendró al poeta y le hizo concebir sus poemas. Intenté, en consecuencia, describir la sociedad colombiana de la década de 1920, apoyado en la sentencia del propio Vidales, de inocultable inspiración marxista: "El artista de hoy, qué duda cabe, recibe las órdenes secretas de la constante social".

Cada 25 de febrero cumplimos años Suenan Timbres y yo. Sí: ambos, el libro y yo, vimos la luz un 25 de febrero pero con trece años de diferencia. El libro, dado a luz en 1926, continúa fresco y juvenil. Yo fui publicado en 1939 y sospecho que la edad y el prolongado exilio me autorizan a considerar este doble cumpleaños desde una perspectiva menos sociológica y con un tono menos riguroso y más familiar.

Suenan Timbres, esta hermana mayor mía, de eterna juventud, me ha acompañado durante toda mi vida con ese misterioso hálito que tienen los hermanos carnales: uno los conoce muy bien porque son sus compañeros de juegos, sus amigos del alma y sus enemigos implacables en las pequeñas guerras civiles de la infancia, pero jamás puede citarlos de memoria. Yo leo los poemas de este libro con frecuencia y descubro en ellos nuevas claves para continuar mi interminable diálogo con mi padre, Luis Vidales, pero nunca logro concentrarme en el ejercicio mecánico de memorizar sus letras y sílabas en el orden debido.

Mi lectura de Suenan Timbres no es una experiencia literaria. Es siempre un diálogo existencial, unamuniano. Vislumbro en esos poemas a mi padre antes de que fuera mi padre, al joven sarcástico, humorista, iconoclasta, alegremente irreverente, con quien puedo dialogar en los dominios sin límites de la imaginación y en los planos más disparatados. Lo veo saliendo de su casa de la calle veinte, en el barrio de Las Nieves, acomodándose su perfil, su enorme sombrero de alas de gavilán, su pipa de mecedora, para ir al encuentro de sus compañeros de aventuras: Luis Tejada, Ricardo Rendón, José Mar, León de Greiff. Le pregunto por qué se preocupa tanto por acomodarse el perfil, por qué se amarra la sombra a los talones con tanta desconfianza, por qué camina con cautela, como un ladrón en casa ajena. Me responde que ya una vez lo han despojado de su perfil, que le han pisoteado la sombra, que un hombre de gabán y de sombrero de copa le robó el equilibrio y que, desde entonces, "voy tambaleándome por la vida". Y sonríe con travesura.

– Hombre –le digo– el tambaleo se debe más al consuetudinario consumo de trago, no hay que echarle la culpa a ningún hombre de gabán... Por otra parte, esos cuentos que fraguas con tanto desparpajo me parecen tan fascinantes como tus poemas de Suenan Timbres, y es lástima grande que hayas abandonado la prosa narrativa para dedicarte solo al verso. He leído por ahí algunos de tus manuscritos que me parecen deliciosamente absurdos...

– Ah, ¿sí? ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, ese relato titulado "Tragedia de un rostro", en el que dices, del modo más natural del mundo: "De pronto hubo un silencio, grande como una piedra". Explícame, pues, ¿qué tan grande es una piedra? Esa simple frase es todo un poema, y ese poema anticipa a Suenan Timbres.

– Es verdad, eso lo escribí en 1925, un año antes de la publicación de Suenan Timbres. Por aquella época tenía yo la obsesión de escribir mis historias de modo que no fueran ni prosa ni poesía, sino un género nuevo, mestizo. No sé bien si las lecturas de Poe o las alucinaciones de Maupassant, o los tragos que me tomaba con Tejada, Rendón y de Greiff me habían desquiciado un poquito, pero el hecho es que siempre aparecía en esos relatos un personaje misterioso (un hombre de gabán, un espectro, una sombra con una dentadura horrible, una aparición indescriptible) que me robaba la sombra, me tergiversaba la perspectiva, me escamoteaba el perfil, me despojaba de mi equilibrio.

– Lo peor es que siempre terminabas cometiendo algún asesinato, muy a lo Poe. Mataste a un hombre que cometió la crueldad de decirte que cada uno de nosotros tiene su antípoda al otro lado del mundo. No pudiste soportar la idea de que tu destino estuviera encadenado al destino de otro...

– Sí, en esa época maté a mucha gente. Incluso clavé mi propia sombra contra la pared de mi habitación, y ahí debe estar todavía, colgando, como un sobretodo abandonado. Creo que yo tenía en aquel tiempo algunos instintos homicidas...

– ¿De dónde salía tanta agresividad?

– Yo nací en 1900 o en 1904, no se sabe bien. En cualquier caso, soy hijo de la Guerra de los Mil Días, en la que participaron mis padres y mis tíos. Mi mamá contaba siempre anécdotas sangrientas e inverosímiles de esa carnicería. Siempre repetía, por ejemplo, la historia del soldado que, en plena batalla de Palonegro, fue decapitado de un machetazo, o de un sablazo, y continuó corriendo, sin cabeza, cuesta abajo... Supongo que yo también quería mocharle la cabeza a alguien, así fuera en la imaginación.

– Sin embargo, un año más tarde, en 1926, aparece Suenan Timbres y toda esa dramática propensión al asesinato ha desaparecido. ¿Por qué y en virtud de qué? Antes de Suenan Timbres te gustaba forjar tragedias o profetizar catástrofes bíblicas, y te doy un ejemplo. En tu relato titulado "El antipático", escrito en 1924, hablas a la piedra en estos términos:

¡Oh piedra! ¡Oh pobre piedra! Sembrada en el limo vigoroso, ¡quién sabe cuántas primaveras han resbalado por tu vientre, y sin embargo tú –como las vírgenes– te mostraste dura y rehusaste soltar el fruto! ¿Acaso no has pensado en lo exótica que sería tu flor, tu pequeña flor gris? Pero no. Es preciso que no hayas oído nada de lo que dije. Tú eres de la casta de las estériles. ¡Oh piedra! ¡Oh pobre piedra! Sobre ti caerá un día la maldición de los hombres!

Pero en Suenan Timbres, esta terrible profecía desaparece y hablas a la misma piedra con esperanza y benevolencia:

¡Oh piedra! ¡Oh pobre piedra!
Yo quisiera saber
desde qué época nebulosa del mundo estás dormida.
¿Por qué vives dentro de ti misma?
¡Oh piedra! ¡Oh pobre piedra!
Yo espero el día
–el día maravilloso de una nueva etapa–
en que vas a salir de tu largo sueño.
Y será bello verte.
Pues para entonces
moverás las patas
y sacarás lentamente la cabeza
y ante los hombres asombrados
empezarás a arrastrarte por el mundo.

Dicho en pocas palabras: lo que antes de Suenan Timbres era maldición y condena, después de Suenan Timbres es redención y liberación. ¿A qué se debe esta metamorfosis?

– ¿Cómo explicarlo? Suenan Timbres fue mi propia revolución existencial. Mi encuentro con Luis Tejada fue un sacudimiento total, definitivo. Ese ser maravilloso despertó en mí la alegría de la creación, el júbilo de la esperanza en la humanidad, el prodigioso encantamiento de la risa, y me enseñó a ver las cosas y las personas desde la dimensión de la libertad más deslumbradora. Y por ese tiempo comenzaron a llegar a mi casa las noticias más detalladas –y de alguna manera más legendarias también– de esa gesta enorme que fue la Revolución Rusa. Entonces yo me olvidé para siempre de mi sombra apuñalada, de mi perfil escamoteado, de mi equilibrio robado, de mi perspectiva distorsionada, del hombre del gabán y de todos esos pequeños incidentes de policía casera, y me lancé alegremente a descubrir los territorios inexplorados de la revolución.

– ¿Cuál revolución?

– La revolución grande, el cambio radical de las ideas, las mentalidades, el idioma, los gestos, la sociedad toda. Después vendrían los afanes por realizar la revolución política, la construcción del partido revolucionario, la lucha por el poder. Pero lo primero fue la impaciencia gozosa por destrozar todo lo sagrado, lo establecido. Por eso salía yo a la calle con una pipa larguísima, de esas que se fuman solamente cuando uno está sentado en una mecedora. Era un desafío a las costumbres, a las rutinas establecidas, era una especie de declaratoria de guerra contra el conformismo.

– Sí, de eso has hablado bastante en diferentes ocasiones. Tus descripciones de los personajes y los escenarios de esta época son muy vívidas: Tejada, Rendón, José Mar, el Café Windsor, el periódico El Sol, el general Benjamín Herrera... Curiosamente, has sido muy parco en describir tu ambiente familiar, tu casa de la calle veinte, tus asuntos hogareños. ¿Por qué?

– Siempre creí que las cosas familiares no debían ventilarse en público. Como eres mi hijo, recordarás que de eso he hablado siempre entre nosotros. Sin embargo, no he sido tan "parco" como dices. Lo que ocurre es que la gente lee a la carrera y pasa por alto los detalles con demasiada frecuencia. Por ejemplo, en mi relato "Tragedia en un rostro" (1925) me tomé el trabajo de describir cuidadosamente mi habitación, en la casa de la calle veinte:

"Tengo el gusto de comunicar a mis biógrafos que vivo en el único cuarto alto que hay en mi casa. Una casa con sólo una habitación de segundo piso es harto rara si pensamos que apenas habrá dos de éstas en toda la ciudad. No voy a describir lo que hay en mi cuarto. Me limitaré a decir que todo en él es pobre. Un ropero pendiente de un clavo, oblicuo por esto en la pared, donde todas las noches, al regresar, cuelgo mi sobretodo, este sobretodo que empieza a tener parecido conmigo. Una cama, una cama dormida como cualquier otra cama del mundo. Y además de muchos objetos insignificantes, una mesa vulgar y coja sobre la cual hay varias hileras de libros. Encima de una de estas hileras, un reloj que anda al estricote, maltrata las horas de un modo doloroso.

Todo, excepto los libros, a los que amo con amor humano, como si fueran personas, vale muy poco o no vale nada. Iba a decir de la escalera, que está ahí, detrás de la puerta, y que es como la cola de mi cuarto; iba a decir lo que hace mucho viene mortificándome, y que años ha tuve la intención de someter a una encuesta: – ¿Cree usted que las escaleras tienen la intención de subir o la de bajar? Yo lo iba a decir, pero Ramón, el más ilustre de los Ramones que en el mundo han sido, según cálculo aproximado, pero no promedial, se ha apoderado de la idea antes que yo. A veces también tengo ideas y, sin embargo, no soy un escritor. No me acuerdo haber urdido nunca una mentira".

Y eso que tales descripciones no eran del todo necesarias para mi narración. El escritor debe establecer, me parece, una comunicación con el lector más profunda y más íntima que la que exigen las normas puras de la lógica narrativa. De mi madre no he hablado lo suficiente, lo reconozco. Esa mujer, enérgica, trabajadora, incansable, positiva, forjó mi carácter y me dio todo su apoyo en mis locas aventuras, mis viajes, mis rebeldías, mis escritos más disparatados, mis desafueros más apasionados. Fui su hijo preferido y esta circunstancia me otorgó una cierta autoridad en el seno del hogar, aunque yo era el hijo menor. Mi padre era un hombre bueno, un maestro, educador por devoción, de hábitos sencillos y honrados como los de un carpintero bíblico. Amaba a mi madre con verdadera veneración y creo que fueron una pareja muy feliz a pesar de las dificultades de la vida. Yo nací en la hacienda Río Azul, cerca de Calarcá, pero pronto nos trasladamos a Honda. Allí transcurrió mi primera infancia y yo tuve, además de la incondicional complicidad de mi madre Rosaura, la absoluta y abnegada ternura de una negra guineana, una mujer que había sido esclava y que, una vez liberada, prefirió continuar en casa de sus amos hasta la muerte. Era bastante vieja, pero tenía una frescura y una alegría de vivir que me contagió para siempre.

Fuimos cuatro hermanos, en este orden: una mujer, un hombre, una mujer, un hombre.

– Exactamente el mismo orden que aplicaste para procrear a tus cuatro hijos. ¿Cómo lo lograste?

– Sencillamente, renuncié a la originalidad en la vida familiar. Fui original en la poesía, pero dejé que la naturaleza trabajara sus viejos modelos en los asuntos familiares. Ahora, muchos años después de mi muerte, veo que en ese terreno hubiera podido hacer las cosas mejor o, por lo menos, no cometer ciertos errores.

– No te preguntaré, por discreción, a cuáles errores te refieres. Por otra parte, recuerdo muy bien que en mayo de 1990, un mes antes de tu muerte, me llamaste por teléfono desde Bogotá (todavía me sorprende que hayas pagado una larguísima llamada a Estocolmo) y me dijiste más o menos lo siguiente: "Carlos, ya estoy al final del viaje. Siento que me quedan pocos días de vida. Trabajaré hasta el último instante, no debes preocuparte por mí. Si te llega la noticia de mi muerte, no vengas a Colombia porque aquí corres peligro. Pero te llamo para despedirme, y para decirte que si hay cosas pendientes entre tú y yo, podemos hablarlas y resolverlas ahora mismo".

– Sí, recuerdo eso. Me dio una gran tranquilidad tu respuesta, que fue sorprendentemente serena: "Papá, creo que no tenemos ningún problema pendiente. Lamento muchísimo no estar en Bogotá para acompañarte en tus últimos días". Creo que hablamos durante más de media hora y nos despedimos cordialmente, sin aspavientos dramáticos. Te lo agradecí mucho, porque jamás fui amigo de los sentimentalismos pendejos ni de los lloriqueos romanticoides.

– En cambio fuiste siempre un impenitente humorista...

– Bien, digámoslo de una vez por todas: quien no sabe reír no puede ser una persona seria. No es posible confiar en alguien que no se ríe nunca. La falta de humor es una de las peores lacras del alma. Alguien ha dicho que yo puse el humor en la poesía colombiana. Eso es falso de toda falsedad. Ya en la época de la independencia nuestras poetas mujeres ensayaban el humor y la picardía en sus poemas patrióticos o costumbristas. Y ese gigante que fue Rafael Pombo nos dio lecciones maravillosas de buen humor. León de Greiff escribió versos humorísticos de tremendo efecto antes que yo, y José Asunción Silva lo hizo antes que de Greiff. No sé de dónde sacan nuestros críticos la tonta idea de que la literatura es una carrera de caballos: "Vidales fue el primero que..." Esa sola expresión encierra una ignorancia insondable. Nadie ha sido nunca el primero en el arte, todo arte, toda creación, es obra social, producto del trabajo común, "viene del pueblo y va hacia él", como diría Vallejo. Y nuestro pueblo, el pueblo colombiano, es trágico, es cruel, es guerrero, es incansablemente trabajador... y es un impenitente humorista. Otra cosa es que venga el hombre del gabán y se robe lo que uno ha escrito, y le ponga su firma a lo que uno ha puesto sobre el papel, y declare propiedad privada suya lo que es del pueblo y que a uno le costó sudor y lágrimas y riesgos formular. Ahora, los cretinos de siempre hablan de "intertextualidad", pero a mí no me molestan los intertextuales, los que comparten ideas y soluciones. Los que me sacan de quicio son los homotextuales, los que toman un texto formulado por otro, le estampan su firma y lo declaran propiedad privada suya, como Colón declaró propiedad de un par de reyes de baraja lo que era de millones de seres humanos.

– ¿Y qué dices de los que se robaron tus escritos, tus papeles, tus notas, cuando te visitaban para hablar de la "revolución" durante el último año de tu vida?

– Esa gente no es revolucionaria. No hay que echarle la culpa al partido (a mi partido) de esos robos. Lamento la pérdida del Espejo de la pintura (cien sonetos sobre célebres pintores y sobre la gran pintura universal). Ese libro nació de una polémica que tuve con el pintor Ignacio Gómez Jaramillo, hacia 1950. Yo critiqué una exposición suya, en la cual había medio centenar de cuadros con un único motivo: un pescadito muerto. A mí me dio mucha rabia que en medio de la Violencia se gastara tanto pincel y tanta tela y tanto óleo en un pescadito pendejo, y le publiqué un soneto en el cual le decía, entre otras cosas:

Mientras las cruces nacen en los huertos;
mientras las caras son días sombríos;
mientras llevan, por bosques y desiertos
más que peces, cadáveres los ríos,
[...]
tú, entre el dolor, de espaldas a la vida,
pintas, con pincelada desabrida
el pobre pez de tu tranquila pesca...

– Recuerdo eso. Yo tenía once años pero todavía guardo en la memoria la respuesta de Ignacio Gómez Jaramillo: "Dejadme con mis peces policromos / no me trato con duendes ni con gnomos". Gran humorista. Pero bueno, ¿qué otra pérdida lamentas?

– Lamento la pérdida de mi libro inédito Diario suyo y mío, escrito durante los años de exilio en Chile. A pesar de la gran hospitalidad y generosidad del pueblo chileno, el exilio fue una experiencia terrible. Soy plenamente consciente –hasta donde puede serlo un humorista muerto– de que durante esos años perdí la risa, me volví gruñón y neurótico, y mis hijos, especialmente los dos mayores (tú y tu hermana Luz) pagaron muy cara esta etapa sombría de mi carácter. El Diario suyo y mío es un testimonio de mis afanes intelectuales de esa época, y los ladrones que se lo llevaron fueron más miserables que el hombre del gabán que me robó mi sombra, se llevó mi equilibrio, me despojó de mi perfil y me distorsionó la perspectiva, allá en mi lejana juventud.

– ¿Y qué otra cosa se robaron?

– Pues nada menos que mis Teresianas (sonetos en español arcaico o arcaizante sobre temas amorosos, eróticos, más quevedianos que teresianos). Y las Dimensiones de la patria (sonetos de la violencia, del exilio, de la añoranza por la patria natal, gritos de protesta contra las masacres y los masacradores). Solamente unas cuantas piezas sueltas se salvaron, porque habían sido publicadas. Pero el saqueo fue inmisericorde.

– Veo que fueron muchos sonetos. ¿No habías dicho por ahí que había que luchar contra el soneto?

– Esas eran ironías, mamadas de gallo contra los poetas "modernos" que creen que se puede hacer poesía "libre" sin conocer la poesía clásica. El ejercicio del soneto es fundamental para la formación de la disciplina poética. No digo que el que sabe hacer sonetos ya sea un poeta, no. Digo que el que ya "es" poeta por su carácter y sus cualidades, llegará a ser grande si conoce y domina todas las técnicas: el soneto, el romance, la canción, la oda, en fin, el "arte". No creo que haya habido otro poeta en la literatura colombiana que haya ensayado y trabajado tantos sonetos como yo. Recordarás que durante mi exilio en Chile, entre 1953 y 1961, me hice la rutina de escribir tres o cuatro sonetos por día. ¡Saca la cuenta!

– El exilio fue duro, pero también nos dio cosas muy buenas. Especialmente la gente que pudimos conocer y tratar...

– Por supuesto. El exilio es una desgracia, pero una desgracia enriquecedora. No hay que andar lamentándose, como Ovidio, ese viejito quejoso que se gastó veinte años llorando porque el César lo había condenado a vivir fuera de Roma, donde podía escribir libremente sin que nadie lo asesinara por ello. De más está decir que la parte más luminosa del exilio está por el lado de los nuevos amigos que ofrece. No olvido jamás, ni siquiera ahora que estoy muerto, a Pablo Neruda, al sabio Alejandro Lipschutz, a mis camaradas Volodia y Miguel Teitelboim, a mi amigo y protector don Omar Rojas Molina, director de las estadísticas chilenas, al historiador Rolando Mellafe, al admirable y tenaz Salvador Allende, y a tantos y tantos hombres y mujeres que nos dieron su amistad y su compañerismo, y nos permitieron trabajar y contribuir en alguna medida a la causa del pueblo chileno... Aprovecho para decirte aquí que, si bien no te dejé ninguna fortuna, en cambio te abrí las puertas para que desarrollaras amistad y conocimiento con todas esas excelentes personas. Creo que hiciste buen uso de esa herencia...

– Sí, y por ello te guardo una enorme gratitud.

---

Así, más o menos, transcurren mis diálogos con Luis Vidales. El tiempo ha borrado o ha hecho absurdas las diferencias de edades. Converso con el joven que era un poco dandy antes de tener el buen ojo de casarse con una de las señoritas más bellas de "la culta capital", duodécima hija de un multimillonario beato y rezandero. Converso con el poeta maduro, exiliado en Chile con su familia, y vuelvo a ser entonces el adolescente desamparado de aquellos días. Converso con el padre que está muerto desde hace ya tantos años, vuelvo una y otra vez sobre los temas que han agitado mi curiosidad y, a veces, mis angustias. Pero converso sobre todo, y casi siempre, con el jovencito irreverente y sarcástico que acaba de publicar Suenan Timbres y que se apresta a salir a la calle, ahí en su morada de la calle veinte en el barrio de Las Nieves, libre ya de la ominosa amenaza del hombre del gabán, iluminado por la esperanza en la redención del mundo, en la revolución que hará de esta humanidad doliente una muchedumbre solidaria, hormigueante en la creación y en el trabajo digno.

Carlos Vidales
Estocolmo, 25 de febrero de 2006
Revisado: 25 de febrero de 2011

Publicado por primera vez en NTC...,
en forma exclusiva, en conmemoración del octogésimo aniversario de
Suenan Timbres
---

J. L. Díaz-Granados: Entrevista con Luis Vidales


Yo visito a Luis Vidales como otros van al cine, al teatro o a la ópera: con el objeto de asistir a un espectáculo estético, en este caso, de la inteligencia. Hace muchos años, ya no recuerdo cuántos, veinticinco o más, vengo haciéndolo con regular frecuencia, cada vez más asombrado de su lucidez y resistencia física, admirado al observarlo fumar un cigarrillo tras otro y beber aguardiente en unas cómodas copas rusas de madera, sin que ello le produzca mayores daños en un cuerpo que ha soportado durante 86 años la centuria más accidentada y tormentosa de la historia y una procelosa trayectoria colombiana sin paralelo en el mapamundi contemporáneo.

Bondadoso, culto, sarcástico, irreverente, este poeta y ejemplar humano único en su especie, apenas sale a la calle. Permanece todo el día recluido en su apartamento de Teusaquillo, recostado, leyendo, fumando y viendo televisión. “Son muy malos los programas, pero a veces hay cosas buenas”, dice seriamente.

Afirma que hace meses no escribe. Anda un poco escéptico ante los últimos acontecimientos del mundo. “El dinero ha corrompido el alma del hombre desde hace cinco mil años. Todo está corrupto. Lo ocurrido en Europa Oriental es por el dinero. ¿Por qué se fugan los alemanes del Este para el otro lado? Seducidos por el dinero. La perestroika es el suceso más extraordinario de este tiempo, y Gorbachov está tratando de limpiarle un poco el alma al hombre. Pero no va a poder limpiársela completamente. Ya es algo, sin embargo, intentar limpiarla”.

– ¿Qué está leyendo ahora?

La hija del capitán, de Pushkin. Es algo formidable.

– ¿Y escribiendo?

– Nada. Yo ya escribí todo lo que tenía que escribir. Ahí están más de 20 libros inéditos. Suficiente.

Vidales es una de las figuras literarias y políticas más importantes y controvertidas de este siglo en Colombia. Nacido en la Hacienda “Río Azul”, cerca de Calarcá, el 26 de julio de 1904, a los 86 años ha recorrido el mundo ancho y propio; ha desempeñado diversos empleos, desde oficial 8º de la Estadística hasta presidente de la Unión Nacional de Oposición (UNO) en Cundinamarca, y ha “visitado” en calidad de preso cerca de 40 cárceles colombianas, desde la iniciación del gobierno liberal de Olaya Herrera hasta el del presidente Turbay Ayala, cuando su residencia fue allanada una madrugada y el poeta fue llevado a las caballerizas de Usaquén con los ojos vendados, hasta que gracias a la presión nacional e internacional tuvo que ser dejado en libertad.

– Esa fue una experiencia maravillosa –dice riendo–, porque siempre que me han metido a la cárcel monto mi escuela de marxismo y comienzo por dictarle mi catecismo a los propios oficiales y soldados. Cuando el teniente me trajo de regreso a mi casa lo invité a un whisky. Estábamos encantados hablando. Los soldados me decían: “Qué lástima que no podamos decirle: ¡que vuelva!”.

Trabajó cuarenta años en labores estadísticas y vivió exiliado ocho en Chile, entre 1952 y 1960.

– ¿Cómo compaginó la actividad poética con la estadística?

– No hay nada separado en el universo. Fue el Renacimiento, hoy de capa caída, el culpable de la disociación de las cosas. Los estudios históricos están ahora acompañados de la estadística, en cuanto a la comprobación demográfica del pasado. Poesía y estadística son búsqueda de lo secreto o desconocido y la emoción ante el hallazgo es exacta. Basta tener un poco de sensibilidad.

– ¿Pero no considera que la poesía es incompatible, por ejemplo, con la matemática?

– No. Usted sabe que la música es una de las formas más altas de la poesía por ser sobremanera ritmo, y el ritmo se hermana con la alta matemática. El griego Xenakis, creador de la música “estokástica”, hace sinfonías o estructuras sonoras en computador, tal como su obra Pithoprakta, basada en la fórmula matemática de Maxwell-Volta. ¿Y no juntaba Mallarmé música y poesía? Pero no sólo en este campo se da esta conjunción. También en las artes plásticas. En el viejo Egipto, la estatua de Memnón producía armoniosos sonidos no bien aparecía el sol. Cambises hizo romper la escultura para descubrir el misterio. Pero la obra continuó cantando. Dos siglos y medio después, Septimio Severo ordenó repararla y volverla a su pedestal. En fin, repitamos que música es ritmo y ritmo (no rima) es poesía. Y la poesía encierra todas las creaciones más altas del entendimiento humano.

– Usted ha dicho en alguna parte que la expresión poética es una síntesis, una condensación equivalente al átomo, al diamante o a la revolución. ¿Qué quiere decir con esta afirmación?

– Desde ese punto de vista yo vivo aplicando este fenómeno de síntesis a todas las cosas que me pasan por la cabeza. Yo pienso, por ejemplo, que “la fuerte corriente eléctrica de la vida mató un día a Volta”. Y se me ocurren frases como estas:

“A Laplace, el astrónomo, se le apagó la estrella un día, cuando se murió”. “Los Cabot patearon la bola de la tierra y descubrieron a los Estados Unidos”. “Newton cayó del vientre de su madre y descubrió la ley de la gravedad”. “Pese a la Vía Láctea no hay leche en la vasija de los colombianos”. Y esta otra: “El machismo comenzó cuando inventaron que Dios era hombre”.

En 1926, Vidales viajó a París a estudiar Economía y Sociología. Poco después vivió en Italia como diplomático. “El embajador era el expresidente conservador José Vicente Concha. No se despegaba de su botella de cogñac. Y hablaba obsesivamente contra los norteamericanos. Era antiyanki radical, por lo de Panamá”.

Se entrevistó brevemente con Benito Mussolini, quien cometió el disparate de decirle que Colombia era “una república banana de Centroamérica”. A punto de rectificarle, alguien oportunamente lo codeó para evitar un disgusto del famoso Duce.

– ¿Cuáles son sus autores predilectos?

– Son muchos. Y de una variación infinita. En primer lugar, dentro de la que se llama la civilización occidental, me salta a la vista el gran poeta del Medioevo francés, Francois Villón. Es algo que me abruma. Y luego, en el siglo pasado, ahí veo a Rimbaud. No hay ningún movimiento poético del mundo de hoy que se escape a la lección de Rimbaud, que dejó –usted lo sabe, como poeta que es–, su militancia poética a los 19 años, pero dejó una orientación, un norte. En Colombia hay zonas vitandas para la crítica oficial. Cito el caso espectacular de Julio Flórez. A este poeta se le saca de las antologías, se le estigmatiza, pero en la trastienda, cuando están tomando aguardiente, los colombianos recitan a Julio Flórez. Esa dinámica tiene que ver algo con el espíritu del colombiano.

– ¿Pero qué era lo que realmente le ocurría a Flórez?

– Tratando de descubrir qué era lo que le pasaba a Julio Flórez, veo que cuando él empezó su prédica poética hacia 1896 o un poco después, en Colombia había una crisis del comercio tremenda, que fue antesala de la toma de Panamá. Entonces al colombiano le sabía la vida a ceniza y no veía las cosas sino de una manera angustiosa y terrible. Y Julio Flórez, como hace todo poeta que oye su contorno, cantó las calaveras de la muerte, cantó sus huesos, sus fémures, cantó las arañas en los rincones, cantó, en fin, todo ese arsenal de mal gusto que la época dio a los colombianos. Pero Julio Flórez está arraigado a la vida nacional. Yo tengo unos 5 ó 7 sonetos que he encontrado de este poeta que muestran otro Julio Flórez. Algún día publicaré un artículo que se llame Mi Julio Flórez, para dar a conocer no sólo el poema Yo no soy yo, sino el poema Al átomo, en donde canta cosas que están descubriéndolas ahora en el mundo científico. Luego a Julio Flórez se le debe colocar en el sitio que le corresponde dentro de la vida poética colombiana, que es lo que no ha hecho la crítica en este país.

– ¿Qué siente al acercarse a los 86 años?

– Hace poco vino un amigo mío y me trajo el certificado de Registro Civil de mi nacimiento y allí aparece que yo vine al mundo el 26 de julio de 1900 y no en 1904 como aparece en todas partes. Yo mismo no sé si es en 1900 o en 1904. Pero si es lo primero, que es lo más seguro, entonces voy a celebrar próximamente 90 años... ¿Qué le parece?

Publicada en la revista Gato Encerrado No. 11 - Abril - Mayo - 1990 -
Dirección: Eutiquio Leal, Fernando Soto Aparicio, Jaime Chavarro Díaz

Esta entrevista ganó el Premio Nacional de Periodismo "Simón Bolivar" en la modalidad "Mejor entrevista de prensa 1990".

Fuentes:

Alegría de leer

NTC... Nos Topamos Con...


2/3/11

IV Encuentro Nacional de escritores "Luis Vidales"








Luis Tejada en su tinta

A la hora en que esta crónica comienza, Luis Tejada era un muchacho nacido en Barbosa (Antioquia) en 1898, que llegó a la culta capital de la república en 1921, caminando desde Armenia en compañía de otro jovencito dos años menor y de nombre Adel López Gómez. Ambos, Tejada y López Gómez, iban a buscar fortuna como escritores, periodistas o cronistas.

Ambos tuvieron, como se verá, un gran éxito. López Gómez no encontró trabajo en la "Atenas Sudamericana" y se fue a Medellín, probablemente a pie, como había llegado. Allí se convirtió en uno de los mejores cronistas que ha tenido el país, como redactor de El Espectador, El Correo Liberal y la Revista Colombia. Más tarde, en 1929 y ya en triunfo, volvió a Bogotá y se integró a la redacción de El Espectador con su columna de crónicas "La hora al viento". Murió en 1989, a los 89 años de edad, después de una vida de resonantes éxitos, pero nunca pudo volver a ver a su amigo Tejada porque éste había muerto el 16 de septiembre de 1924 en Girardot, víctima de la tuberculosis, dicen unos, o de la sífilis, diagnostican otros, o de alguna inmunodeficiencia, hereditaria o adquirida, que nadie conocía entonces pero que ya existía, pienso yo.

Mi padre, Luis Vidales, recordaba de este modo el arribo de Tejada a Bogotá:

Cuando Tejada vino a Bogotá, ya traía ese característico sello de vagabundaje que lo hacía pasar absorto, por la Calle Real, como si en vez de casas y gente hubiera allí palmeras, y en vez de Calle Real hubiese allí un camino real. Era un hombre rodeado de paisaje por todos los lados, y en sus ademanes y en su andar se sentía la presencia de parajes arbolados y rumorantes ríos. Ya por entonces Tejada tenía ese chaplinismo inconfundible de hombre que había pasado por muchos apuros y por muchos horizontes. Iba siempre con los pantalones de pasar el río. Cuando yo le conocí, ya era el expulsado de la Normal de Medellín, ya había sido polizón en los barcos del río Magdalena, ya había escrito sus "Gotas de Tinta" en algún periódico de la capital antioqueña, ya había estado de aventura y bronca por la Costa Atlántica y ya había visto la llamita fulgurante de los revólveres rastrillados en la oscuridad de la noche, de que habló después en una de sus crónicas. Ya estaba instalado en "El Espectador" de Bogotá, ya había descubierto el calor de los periódicos, que recomendó siempre como lecho insustituible para el abrigo nocturno, y ya había hecho el invento de los cigarros de hojas de eucaliptus, que elaboraba bajo los árboles del parque del Centenario, y que fumaba con delectante y ensoñadora actitud, sosteniendo que todo estaba en la naturaleza al alcance de la mano y que era absurdo creer que se necesitaba dinero para vivir. Ya era el filósofo y el teórico de todas las cosas habidas y por haber que fue la característica central de Tejada. (Luis Vidales: "Cómo nos hicimos comunistas", Sábado, nov. 10 de 1945).

El éxito de Tejada no consistió en gozar de una larga vida, sino en convertirse en el brevísimo lapso de tres años en el más grande de los cronistas colombianos de todos los tiempos, hasta el extremo de que muchos de sus compatriotas creen que fue el único cronista colombiano que existió jamás.

Pero hay que decirlo desde el comienzo: Tejada no fue el único cronista que produjo Colombia, ni siquiera el único grande. Existe incluso algún hereje que sostiene lo impensable: que hubo un cronista mejor que Tejada. Esto se ha dicho del antioqueño Ricardo Uribe Escobar (1892-1968). A mí estas valoraciones ni me van ni me vienen porque ni la literatura ni el periodismo son carreras de caballos y porque, en fin de cuentas, cuando Tejada llegó a Bogotá ya había leído y gozado las crónicas de Uribe Escobar, así como éste en su hora había aprendido a escribir bien en la fresca fuente de su maestro don Tomás Carrasquilla (1858-1940). La grandeza de un cronista no reside en su mayor perfección de estilo o en su mejor y más depurado manejo de la prosa, sino en su capacidad para sobrevivir más allá de la muerte en la mente y en el corazón de sus lectores, e incluso para resucitar en antologías y publicaciones mucho tiempo después de firmada su acta de defunción. Por otra parte, ningún ningún cronista tiene derecho a llevarse para sí todas las palmas por su obra, desde que su obra es el resultado de un aprendizaje social y de una formación existencial.

Tejada tenía de dónde aprender y en dónde formarse. Sus padres y abuelos por ambas vertientes eran liberales, intelectuales y radicales, publicistas y educadores. Por parte materna estaba emparentado con la familia Cano, fundadora de El Espectador en Medellin y en Bogotá, y cuyas cualidades de librepensadores y liberales progresistas bien conoce Colombia. Su tía, María Cano, "La Flor Roja del Trabajo", es legendaria como apóstol de las ideas socialistas y de liberación de la mujer en el país. Su padre, Benjamín Tejada Córdoba, fue secretario del general Rafael Uribe Uribe durante los años terribles de la Guerra de los Mil Días y fundó colegios, escuelas y diarios en la región del café. Allí, si se me permite un comentario adicional, fue un miembro muy destacado de la extensa red de amistades intelectuales y políticas que incluía a los progenitores y tíos de mi padre, Luis Vidales, también educadores, librepensadores y combatientes del radicalismo liberal durante las guerras civiles del siglo XIX. Que Julieta Gaviria, esposa de Luis Tejada, fuera prima de Luis Vidales, no agrega casi nada al hecho de que ambos, el cronista Tejada y el poeta Vidales, fueron formados y educados en la misma tradición culta, irreverente, librepensadora, antidogmática, roja, de una red social que fue tejiéndose durante las guerras civiles de 1850 en adelante, desde el norte del Tolima hasta los confines de Antioquia.

Una de las tías de Tejada, María Rojas, se encargó de la educación del muchacho en los primeros años porque en el colegio de los Hermanos Cristianos de Medellín no lo querían tener, lo cual es perfectamente comprensible: si el mismo día de su bautismo se había visto claramente que los padrinos eran liberales y que por esta razón el bebé no tenía derecho al sacramento, mal podía pedirse que la caridad cristiana llegara a tanto como a enseñar a leer y escribir a este pequeño engendro del mal. Aprendió, pues, sus primeras letras, leyendo con su tía El Espectador de Medellín, "Periódico político, literario, noticioso e industrial" que por aquellos años dedicaba íntegramente su primera página a avisos comerciales y culturales de la más variada catadura, pero cuyas inclinaciones anticlericales y librepensadoras eran muy evidentes. Ya en el primer número de su publicación se estamparon en esa primera plana dos avisos del terrible general liberal Rafael Uribe Uribe, uno como "Abogado, especialista en el foro criminal" y otro como autor y distribuidor de un "Diccionario Abreviado de Correcciones del Lenguaje". Aprender a leer en ese silabario, en que se mezclaban los avisos de los "Cigarrillos Legitimidad", el "Vino tinto- Saint Julien, tres clases", las "Gotas amargas legítimas", el "Tricófero", los "Revolvers Smit & Wesson finísimos, y cápsulas", los "Clavos franceses", las "Mil cosas más (continuará)", con el aviso de don Miguel Salas, que ofrecía "Para la Semana Santa... magníficos paños negros labrados, y los mejores sombreros de copa que hay en la plaza", o con el anuncio de "El Progreso, Revista Mensual Ilustrada de Nueva York", tiene que haber sido más apasionante y más instructivo que aprender a leer repitiendo "Yo amo a mi mamá", "Mi mamá me ama" y otras sandeces por el estilo.

¿A quién puede extrañar, a la vista de estos antecedentes, que Tejada escribiera una alabanza al revólver, una canción de la bala, un elogio de la guerra y otro número de textos en los que lo prosaico y lo poético son una y la misma cosa, o en los que el humo de un cigarrillo de marca nacional se convierte en una pieza clásica de la literatura? Ninguno de sus temas, ya sea pequeño y cotidiano, trascendental y universal, es ajeno a esta capacidad de poner todo junto, lo pequeño y lo grande, lo sublime y lo terrenal, en una sola y menuda caja de sorpresas: la crónica.

Lo único extraño, casi inexplicable, es que escribiera una crónica sobre El arte de caminar bien. Cuando llegó a Bogotá, Tejada era delgado, pequeño, nervioso, de cabeza bien formada, de frente amplia y nariz recta, de grandes y bellos ojos, de labios un tanto gruesos y fruncidos eternamente alrededor de una pipa de caña recta. Había algo de chaplinesco en su figura porque tenía las piernas flacas y un poco desordenadas y caminaba como un marinero en la tormenta, con un pie en babor y otro en estribor. Pero irradiaba bondad, alegría de vivir y un infantil desparpajo que era mezcla de inteligencia, irreverencia y ausencia absoluta de dogmas y prejuicios. Durante muchos años creí que su andar de galeote era el resultado de la larga caminata entre Armenia y Bogotá, en una época en que los caminos eran trampas mortales para el peregrino, aunque él mismo los haya descrito con bondad, porque era un muchacho bueno: "...esos caminos bermejos, tortuosos y solitarios, que bordean la cordillera o la escalan francamente, que se hunden a ratos entre montes sombríos y a ratos siguen el curso de un río pequeño, que flanquean los páramos ingentes dando vueltas y revueltas...". Hoy, releyendo sus crónicas, veo con claridad que ese caminar de péndulo era más bien una manifestación sicosomática de su oscilación intelectual entre los dos extremos que dominaron sus ambiciones de cronista: el primero, conquistar "la armonía y la sutileza, las dos cualidades tutelares que busco con ahínco en las cosas"; y el segundo, trabajar por "el advenimiento del único reinado humano y justo: el del hombre simple, del buen hombre, del hombre".

Para alcanzar el arte de la armonía y la sutileza contó con buenos amigos y maestros. Toda una legión de cronistas extraordinarios produjo por aquellos años verdaderas joyas del periodismo en El Espectador, El Tiempo y Cromos. En 1922, bajo los auspicios del general liberal Benjamín Herrera, Luis Tejada y José Mar fundaron el periódico El Sol, en cuyas páginas aparecieron las producciones de "Los Nuevos" (José Mar, Luis Vidales, Luis Tejada, León de Greiff, Ricardo Rendón y cien más) y se difundieron con entusiasmo las ideas socialistas. Pero fue principalmente El Espectador, trasladado de Medellín a Bogotá para encabezar la gran marcha nacional del liberalismo hacia el poder, el taller donde que se forjaron las mejores crónicas del país en la década de los años veinte. La caminata de Luis Tejada y Adel López Gómez desde Armenia hasta Bogotá en 1921, pues, debe verse como parte orgánica de un proceso político que se había iniciado a finales del siglo XIX, que la Guerra de los Mil Días (1899-1902) y la pérdida de Panamá (1902) habían interrumpido, y que la violencia política conservadora y el asesinato del general Rafael Uribe Uribe habían postergado: el retorno de las mayorías liberales al poder. Por eso se trasladaron a la capital las grandes fuerzas de expresión del liberalismo, desde las combatientes provincias de la montaña. Por eso afluyeron a la capital los jóvenes literatos y periodistas, para cambiar la mentalidad del país y obligar a la nación, todavía dormida en el siglo XIX, a entrar por la puerta grande al siglo XX.

José Mar, cuyo verdadero nombre era José Vicente Combariza, fue tal vez el más notable de esos jóvenes entusiastas. Nacido en Santa Rosa de Viterbo (Boyacá), se integró a la planta de El Espectador a los dieciocho años de edad y se convirtió en inseparable amigo intelectual del director Luis Cano y de nuestro Luis Tejada. Su prosa era ejemplar, con una formidable fuerza y una poderosa capacidad de síntesis. De él aprendió Tejada a manejar la pluma como un arquero que dispara la flecha certera y recobra la presa caída sin alardes ni retórica vana. De él también aprendió el impecable manejo de temas y argumentos cotidianos que fueron compartidos por otros cronistas y poetas. Por ejemplo, el tema del traje y la vestimenta que sería tratado por Luis Tejada y Luis Vidales en sincero esfuerzo de aprendices del oficio, fue introducido por José Mar en estos términos:

El pantalón a rayas, los zapatos relucientes, la camisa tiránica, el alto sombrero, prenda de lores venida a menos, todo se aúna para dar un sentido inquietante que el hombre procura contrarrestar con una sonrisa indefensa de individuo a quien su traje —y con él toda la tragedia de las ceremonias— domina imponiéndole una personalidad nueva y extraña que nada tiene que ver con el hombre que consiguió una novia y alimentó un amor y amobló una casita en un barrio agradable para llevarse consigo a la novia y al amor.
Una especie de impulso subconsciente ha hecho que la humanidad exprese en su indumentaria lo que no ha acertado a expresar en su literatura, en su filosofía ni en sus costumbres sociales: el verdadero sentido de los actos humanos.

Al boyacense Armando Solano (1887-1953) le corresponde, según mi modesto entender, el mérito de dictar la pauta de estructura que Luis Tejada habría de seguir para muchas de sus crónicas. Era ya un veterano periodista cuando se incorporó a la planta de El Espectador en 1918 e inició su columna "Glosario sencillo" que sostuvo durante siete años, en la misma página en que escribía Luis Tejada. Veamos un ejemplo de su prosa:

Hombres que tienen de la vida el concepto epicúreo y sano que yo quisiera ver generalizado sobre la tierra, abrieron en Medellín un concurso de cocina, con el fin de premiar y estimular la confección de manjares nutritivos y sabrosos. El concurso fue declarado desierto, según lo comunicó ayer el telégrafo con su cruel laconismo.
Habrá gentes incapaces de profundizar en el significado de los hechos, que miren esta noticia con perfecta indiferencia. Pero respetando su manera de pensar, o de no pensar, me atrevo a sostener que el fracaso del concurso culinario es un signo tétrico, un síntoma alarmante, algo que sí puede indicar, mejor que ciertas vanas apariencias, una franca degeneración de la raza. Un pueblo que no les atribuye a los placeres de la mesa todo el valor que tienen, no será pueblo que deje huella durable en la historia. El hombre vigoroso, que sabe vivir, es alegre y audaz, necesita alimentarse, no sólo con abundancia sino con pulcritud y delicia. Sin eso, toda tonicidad nerviosa se pierde, y con ella piérdense también el buen humor, el ánimo, el amor al trabajo, hasta la misma voluntad. Y de las multitudes podéis juzgar en lo moral por su género de alimentación. (El Espectador, 28 de octubre de 1920).

En este fragmento podemos descubrir la secuencia de recursos que luego utilizaría Tejada en muchas de sus crónicas:

1- Una noticia cualquiera, un hecho banal, cotidiano.
2- Una simple constatación de cómo se piensa habitualmente ante hechos similares.
3- Una propuesta de interpretación inesperada, sorpresiva.
4- Introducción de argumentos lógicos imprevistos.
5- Generalización o extensión del nuevo modo de pensar a otras categorías o fenómenos.

Con este modelo, Tejada escribirá crónicas para convencernos de que el canibalismo es la mejor forma posible de alimentarse, o para demostrar que el ser humano bien puede ser descendiente de una silla o de un sofá a través de un largo proceso evolutivo, o para aducir pruebas lógicas de que la corbata, los pantalones y las camisas tienen sicología propia y nos dominan sutilmente. Algo de esta estructura se descubre también en algunos de los cuentos cortos de Luis Vidales y en poemas de León de Greiff, siempre para afirmar cosas al parecer absurdas o improbables, lo que prueba que el taller de trabajo de "Los Nuevos" fue la boehemia, la convivencia intelectual, el compartir metáforas y recursos y temas en el alegre oficio de echar abajo todo lo viejo y podrido en la apoltronada sociedad tradicional. Es muy interesante constatar, por ejemplo, que Armando Solano escribió también un elogio de la pereza:

Yo daría mucho de lo que no tengo por llegar a ser el cantor de la virtud nacional, que es la pereza. Yo la llamaría en el elogio que de ella hiciera, con muchos de los dictados que se aplican a la madre de la cristiandad: janua coeli, turris eburnea, consolatris aflictorum, y otros que le caen mejor a la pereza, madre del ensueño, genitora de los pensamientos profundos, en cuyo seno se acendran las resoluciones heroicas, las aspiraciones geniales, las obras artísticas y todas las cosas que merecen algún respeto. (Glosario Sencillo, 1925).

Compárese con lo que dice Tejada sobre la pereza, en la crónica titulada El trabajo:

... el instinto más firme, noble e indestructible en el hombre. Los tipos de la perfección suma que la imaginación concibe –los dioses– son personalidades eminentemente perezosas que, o permanecen estáticas en sus tronos de nubes, o se divierten entregadas a juegos ociosos o a placeres sibaritas. Entonces la pereza es en cierto modo una virtud esencialmente divina; pero ¿qué son los dioses? Son, simplemente, hombres perfectos en un sentido ideal.

Ya he mencionado, al inicio de esta desordenada divagación, al antioqueño Ricardo Uribe Escobar (1892-1968) y ahora es la hora de reproducir una de sus crónicas para que vean los lectores que Tejada no fue el único tejadiano, y que ni siquiera fue el primer tejadiano de Colombia. La crónica se titula Un salto mortal y fue publicada en junio de 1921, cuando Tejada estaba apenas instalándose en Bogotá:

He leído en El Correo que un caballero bogotano se arrojó al salto del Tequendama, que es como decir se lanzó al abismo horrible de la muerte. Es indudablemente el más bello modo de salir de Colombia para siempre: un suicidio poético, épico, heroico, y acuático.
Quitarse la vida es cosa reprochable y pecadora, pero es tan feo dejarse morir en una cama, entre el mal olor de los medicamentos, rodeado de los curiosos del barrio, de los criados y de la parentela, todos con los ojos clavados en la cara del agonizante, viendo los ridículos gestos que uno hace para soltar el alma, con una mosca rebelde en la punta de la nariz, conque dizque lo ayudan a uno a bien morir, y pensando en el hoyo negro, frío y estrecho, en los latines de Leonel y Quintín, en los rezos del padre Henao y en el negro Sapirrias, con sombrero de copa y fumando tabaco, llevándolo a uno a los brincos, en su coche ridículo, al cementerio.
Yo quisiera poder ejecutar mi salto mortal en el mismo salto del Tequendama, tranquilamente, sin avisarle a nadie y dejando una tarjeta de despedida para la Patagonia. De este modo me evitaría todos los inconvenientes apuntados, le ahorraría a mi sobrina el fastidio de las visitas de pésame y los gastos de entierro, no se verían obligados los periodistas a hacerme el suelto necrológico de cliché, ni les daría ocasión a mis amigos de recordar mis faltas y debilidades.
Pero ahora recuerdo que no sé nadar...

Y así podríamos seguir, dando ejemplos y más ejemplos de brillantes cronistas y poetas
que, conociéndose los unos a los otros, trabajando con frecuencia en los mismos periódicos, emborrachándose –acaso con mayor frecuencia todavía– en las mismas cantinas y a las mismas horas, compartieron temas, se enseñaron los unos a los otros el arte de reinventar la realidad y pusieron al país en rumbo hacia una mentalidad moderna. El genialísimo Clímaco Soto Borda (1870-1919), que firmaba con el seudónimo Casimiro de la Barra, no tuvo la suerte de participar en esas tertulias, pero sí la de influir poderosamente en todos esos muchachos que hicieron del irrespeto inteligente un arma de combate. El santandereano Joaquín Quijano Mantilla (1875-1949) guerrillero de la Guerra de los Mil Días, escritor folclorista y popular, aportó un estilo desfachatado, de pícaro campesino, que hizo las delicias de los lectores de Cromos por los mismos años en que toda una pléyade de jóvenes periodistas ensayaba sus agresiones contra la absurda lógica de la sociedad tradicional.

Se preguntará el lector por qué gasto tanto espacio para demostrar que Tejada no fue el único cronista genial, ni el primero, ni siquiera original en algunos de sus temas. Mi respuesta es: sencillamente porque me río de la llamada "crítica literaria" que quiere ver milagros por todas partes, "casos únicos", "genios individuales", productos de la nada, regalos gratuitos de los dioses y otras imbecilidades parecidas. No, Tejada es un producto social. La nación entera estaba cambiando, sacando de sus propias entrañas a toda una generación de rebeldes intelectuales, nuevas formas de organización de la clase obrera, nuevas ideas políticas, nuevas formas de pensar y de actuar.

Es en ese contexto que debe valorarse el empuje de "Los Nuevos", su decidido afán iconoclasta, su desvergonzado empeño en convencer a las gentes timoratas de que lo imposible es lo posible, lo mágico es lo real, lo maravilloso es lo cotidiano y lo permanente es el cambio. Era necesario ser irreverente, excéntrico, "anormal" en un país en que lo normal era pegarle a los niños para que aprendieran a amar al prójimo. Y la irreverencia pasaba por cuestionar todo lo establecido, por obligar a la gente a pensar lo impensable.

Por ese camino transcurrió el proceso intelectual de Tejada, su peregrinaje del radicalismo liberal al comunismo y a la fundación del partido. Recuerda mi padre:

Tejada y yo siempre andábamos juntos, lo que hacía que nuestros amigos me llamaran “l’enfant gáte” de Tejada. Por las tardes siempre nos citábamos para irnos a casa. El trabajaba en El Espectador y yo en el Banco de Londres. Una tarde, mientras yo lo esperaba en la esquina de la catorce con la séptima, salió del periódico y se vino precipitadamente a mi encuentro, diciéndome sin saludarme: "Aquí en esta casa está en este momento un ruso que quiere hablar con nosotros. Ahí hay una reunión de obreros liberales, que lo han citado para que los oriente sobre la posición de los trabajadores en las próximas elecciones. Subamos. Cuando termine nos vamos con él y charlamos. Esto puede ser muy interesante". La casa de que hablaba Tejada era la misma en que hoy está "La Cigarra". El ruso no era otro que Silvestre Sawinsky.
Sawinsky vivía en la vieja y amplia casa que queda inmediatamente después de lo que hoy es la plaza de San Martín hacia el norte. Allí entramos. Recuerdo que en el vasto corredor nos llamó la atención ver numerosos cueros colgados, y Sawinsky nos dijo que se había dedicado a la curtiembre, para ganarse la vida. Nos presentó a su esposa y nos instalamos en la amplia sala ante una gran mesa, cubierta con una gruesa tela de terciopelo verde, y sobre la cual una caparazón de tortuga con una caja de metal incrustada servía de cenicero de agua. Pronto comenzamos a menudear las tazas de té, de las cuales tomamos como diez, a la manera rusa, mientras planeábamos el nuevo partido. Como a las nueve de la noche salimos de allí, después de haber dejado un cerro de colillas dentro del recipiente de la tortuga. Habíamos trazado el esquema para la formación del partido comunista en Colombia. Llevábamos la lista de los nuestros, que se redactó de mi puño y letra, y a la cual habíamos agregado algunos nombres que juzgábamos adictos a nuestra causa, entre otros, Luis Cano, Armando Solano y Alfonso Villegas Restrepo. Digo esto, porque nadie sabía cómo se fundó el partido comunista de entonces, es decir de dónde partió la idea, y he oído muchas versiones contrarias a la realidad, de gentes que desean hacerse pasar por personas actuantes (el subrayado es mío, LV). No. Aquella noche no estábamos presentes sino Sawinsky, Tejada y yo. De allí convocamos a una reunión, en la cual quedó constituído el nuevo partido. No está por demás decir que ni Luis Cano, ni Armando Solano, ni Alfonso Villegas Restrepo concurrieron nunca a ninguna de nuestras reuniones.
Pronto nuestro partido se encontró con muy serios problemas que nosotros no sabíamos cómo resolver. La cuestión orgánica y nuestra conexión con las masas eran cosas al rojo blanco sin la solución de las cuales podríamos subsistir. Ni Sawinsky ni nosotros sabíamos nada en cuanto a los procedimientos. Ignorábamos por completo cómo se hacía un partido comunista. Era aquella una época en que el resplandor de la revolución rusa iluminaba el universo, y todos los hombres libres del mundo querían ir por esa senda, lo que no significaba necesariamente que quienes así pensaran fuesen teóricos consumados. El conocimiento de Marx y de los métodos revolucionarios de los rusos no se habían generalizado. En la prensa todavía se leía que el general Soviet se había tomado al sur de Rusia una importante ciudad llamada Lenin. En estas circunstancias, nosotros resolvimos como mejor pudimos nuestros embarazantes problemas. Le dimos al partido, por proposición de Moisés Prieto, una secreta organización tipo masónico, por grados, con sus signos, sus convenciones, sus palabras claves para los momentos de peligro. Y en cuanto a programa, yo traduje con Sawinsky el programa del P.C. ruso y echamos diez mil copias en mimeógrafo, que fueron a parar al río Magdalena, a los cuarteles, a las organizaciones obreras, etc. Su distribución fue tan completa, que todavía se acuerdan de haberlo recibido los obreros de muchos lugares del país. No abandonamos tampoco el trabajo en el ejército, y fue por nuestra labor de hojas sueltas, al frente de la cual estaba Sawinsky, que el buen ruso, más terrorista que bolchevique y más niño que hombre terrible fue expulsado del país.
Un día me llamó Tejada con mucho sigilo para decirme que habían inventado un grado superior, el último al que sólo tenían acceso los elegidos, pues había ciertas cosas que no se podían tratar delante de algunos camaradas, en los cuales no se tenía la suficiente confianza. Me advirtió que mi iniciación allí se había fijado para una sesión especial, como en efecto ocurrió. Por entonces Tejada ya vivía en una casa de la calle doce, casi contra el paseo Bolívar. En un cuarto oscuro, iluminado apenas por una vela de sebo, se efectuó la ceremonia de mi ingreso al más alto grado. De pie, en torno de una mesa, se hallaban Tejada, Sawinsky, José Mar, Moisés Prieto y Diego Mejía. Sobre la mesa reposaban los símbolos de la purificación y la fe del comunista, consistentes en la constitución rusa, el programa del partido y, encima, una pistola, alegoría de la violencia revolucionaria y a la vez del castigo que esperaba al traidor. El juramento consistía en un largo interrogatorio escrito, que Sawinsky leyó aquella noche, con su particular acento ruso. Se hablaba en voz baja. Tejada se transfiguraba por completo, y a la escasa luz de la vela se le veía poseído de la más intensa emoción. A Sawinsky le temblaba levemente el labio inferior. La respiración de todos parecía contenida. El interrogatorio llegó a aquello de "jura usted no hacer diferencia de razas?", y yo respondí: lo juro; "jura usted no hacer diferencia de nacionalidades?", y yo respondí: lo juro. Pero cuando se me dijo: "Jura usted no hacer diferencia de sexos?", dí inmediatamente el grito, separándome del grupo. "No, me es imposible jurar eso", exclamé. La estupefacción se apoderó de todos. Tejada me miraba con angustia escrutadoramente. "¿Por qué no juras?", me dijo con un tono de ruego. Yo les dije "Lo de la supresión de la diferencia de sexos no lo juro, porque por pepiciego que uno esté siempre sabe quién es hombre y quién es mujer". Todavía oigo las carcajadas de José Mar y las recriminaciones de Tejada, que no concebía que se llevara ningún espíritu ligero a semejante ambiente de solemnidad y de misterio. (Luis Vidales, "Cómo nos hicimos comunistas", Sábado, nov. 10 de 1945).

Hace ya muchos años, en 1975, escribí un pequeño ensayo sobre Luis Tejada (publicado dos años más tarde), titulado Magia y Revolución. Sostuve entonces, como sostengo ahora, que las grandes transformaciones políticas a que aspiraban "Los Nuevos" –la revolución social– solamente podían ser concebidas mediante una ardiente fe en las potencialidades ilimitadas del ser humano. Dije así:

El comunismo de Tejada era el de Maiakovski: nada tuvo que ver con la fría y estrecha fórmula del sectario que asesina a la imaginación y declara ilegal a la fantasía. En aquella hora turbulenta del mundo, burgueses y proletarios, estudiantes y poetas, madres y vírgenes, niños y viejos asistían estupefactos al espectáculo de una revolución que arrojaba del trono a la centenaria dinastía de los Romanov y entregaba el poder sobre la sexta parte del planeta a "un gobierno de mozos de cuadra y cocineras", como decía el decano de la prensa británica. Tejada, que en los días de estudiante había confesado su ambición de seguir los pasos del que "sabe encontrar siempre algo de maravilloso en lo cotidiano; el que puede hacer trascender lo efímero; el que, en fin, logra poner la mayor cantidad posible de eternidad en cada minuto que pasa", no podía ser ajeno al subyugante influjo de la epopeya rusa. Porque este muchacho bohemio y humorista, de imaginación desbordante y de fe sin límites en las potencialidades mágicas del mundo material; este jovenzuelo que buscaba "con el júbilo cruel del creador, el alma múltiple del universo"; este adolescente genial, era de algún modo hermano de aquellos que, en el otro extremo del mundo, poseídos de loco afán y de ciega fe, derribaban obstáculos gigantescos para poner la mayor cantidad posible de eternidad y de grandeza en las manos rústicas y sencillas de los parias.

¿Cómo podría ser de otro modo? Si yo creo que aquella muleta del rincón "va a andar; va a salir traqueteando por las habitaciones, rediviva, ambulante, fraternal", y va a hacerlo porque "tiene insuflado, coesenciado, el espíritu y la vida del que la llevó"; si, además, opino que "el sombrero nos demuestra gráfica e irrefutablemente que si el alma existe, es ahí, en ese adminículo espiritual, donde debe tener su residencia o refugio"; si, a mayor abundamiento, sostengo "la inminencia de esa mañana prodigiosa en que mi corbata va a salir arrastrándose onduladamente detrás de mí, como un pequeño animal amaestrado"; si afirmo que "en el interior de las salas cerradas, en las largas noches solitarias, los muebles ceremoniosa y cortésmente se reciben la visita", y que "quizá asomándose uno por el hueco de la cerradura los vería accionar con parsimonia y los oiría hablar de política, o de economía, o de no sé qué cosas graves y abstrusas"; si declaro que tal vez "el taburete sea el tipo degenerado de una gran especie que vivió en remotas edades o el principio de evolución de una especie que vivirá en el porvenir"; si agrego que "quizá se podría formular una teoría en que se probara que el hombre desciende del taburete; teoría ingeniosa y verosímil que tendría tanto éxito como las otras que tratan de probar que el hombre desciende del mono o del caballo"; y si, en fin, reconozco que el hombre no sólo puede transferir sentimientos, actitudes y pensamientos a las cosas, sino que de hecho lo hace a cada instante, llenando de dignidad y de humanidad a los objetos inertes, es porque no tengo la menor duda de que el hombre puede dignificar y humanizar al hombre. Creo en la revolución porque creo en la magia o, lo que es lo mismo, porque creo en la ilimitada potencialidad del hombre. (Carlos Vidales: "Magia y revolución – Las crónicas de Luis Tejada", Revista UN, mayo de 1977, N° 15).

Por eso, entre la escritura de sus crónicas, las alegres tertulias, las calaveradas del amanecer con sus amigos Vidales, Rendón, de Greiff y José Mar, este reformador de las mentes colombianas se daba tiempo para buscar a los obreros de las fábricas y los soldados de los cuarteles, reunirse con ellos y predicarles la buena nueva de la revolución proletaria.

Tejada era un comunista convencido. Indudablemente, nuestro movimiento, en el fondo, era un movimiento liberal, como lo fue en gran parte, años después, el movimiento socialista revolucionario. El partido liberal, con la pesada herencia del fracaso de la guerra civil iba de mal en peor. Nadie creía ya en que pudiera levantarse de la postración en que se encontraba. Y en estas condiciones se buscaban sustitutos, otras formulaciones y otros medios que se suponían más eficaces para el derrocamiento del conservatismo. Mucho de eso había en nuestro movimiento. Pero no en Tejada. Tejada era comunista, con la visión de una sociedad mejor y más equitativa para la humanidad. De ahí que yo no juzgue a Tejada como obligadamente lo juzga la gente: como un cronista que ha producido Colombia; el mejor, en una abarcadura más ancha, del habla española, que aún no ha sido superado ni igualado aquí ni fuera del país. Porque Tejada era más que eso. Tejada era un apóstol, un líder incomparable del proletariado. Murió en el momento en que se estructuraba ideológicamente en el marxismo, cuando ante sus ojos de visionario la escritura del viejo alemán le abría las puertas de un mundo amable para todos, en el cual había soñado siempre. Amó a la humanidad con un amor entrañable. Amó a los humildes, y supo con toda claridad que ellos serán poseedores de un paraíso aquí en la tierra. Por hacer más próximo ese paraíso, luchó hasta su último aliento. (Luis Vidales: "Cómo nos hicimos comunistas", Sábado, nov. 10 de 1945).

La década de 1920 fue decisiva para la evolución política del país. En su transcurso se definió la decadencia y el fin de la hegemonía conservadora; se desarrollaron los primeros sindicatos modernos; surgió la prensa obrera, socialista y comunista; se fundaron las primeras organizaciones campesinas; se formó el primer grupo comunista; se trazaron las redes de los ferrocarriles; se industrializó la vida de las grandes ciudades; se iniciaron las obras de comunicaciones en los territorios selváticos; y se modernizaron muchas de las viejas estructuras del estado. Pero, por sobre todas las cosas, surgió una nueva mentalidad, una nueva perspectiva intelectual, una nueva racionalidad, y las gentes comenzaron a descubrir que todas las verdades y todos los postulados tenidos por lógicos y sensatos desde la llegada del conquistador don Gonzalo Jiménez de Quesada eran locuras, absurdos ridículos y delirantes, necedades y supersticiones que era preciso olvidar para siempre. En cambio, las gentes comenzaron a sospechar que, en efecto, una nueva realidad es posible desde que sea posible imaginarla. Así fue surgiendo la insensata y maravillosa idea de que se puede concebir un futuro y trabajar por construirlo.Y esta revolución mental se produjo en gran medida gracias al trabajo de los jóvenes intelectuales de esa década, entre los cuales brilla por su inteligencia, por su audacia, por su generosidad y su imaginación, nuestro querido Luis Tejada.

Las últimas crónicas de Tejada fueron más políticas, más concretas, más apegadas al combate social. Pero sería un grave error decir que ellas representan una "maduración política" o un "mayor compromiso político" comparadas con las delirantes elucubraciones de los primeros días. Mírese a fondo el asunto y se verá que Tejada está siempre cuestionando lo intocable y, de este modo, rompiendo los andamiajes del sistema establecido, tanto cuando se burla de la lógica oficial como cuando denuncia los crímenes del gobierno o pone al desnudo la dictadura de clase.

Yo pienso, por otra parte, que muchas de esas crónicas tejadianas al parecer absurdas y exóticas son de una tremenda lógica y que todos deberíamos aprender a vivir, al menos un poquito, como el cronista propone. Por ejemplo, en su crónica titulada Resurrección, Tejada nos cuenta el caso del general Clodomiro Castillo, a quien le dio por resucitar en febrero de 1924, después de nueve años de estar muerto, amortajado, velado y sepultado. Aunque Tejada es discreto en estos asuntos, podemos imaginar la estupefacción de su viuda, el desencanto de sus herederos y el desconcierto de la Caja de Pensiones del Ejército Nacional. Unos dicen que se trata de una farsa y que el general simplemente había simulado su muerte. Otros dicen que es efectivamente una farsa, pero que el general está muerto y un impostor pretende tomar su lugar y sus bienes. Sólo Tejada, precursor de la Ley de Resurrección, sostiene que es posible, lógico y verosímil el retorno a la vida, como un hábito que había caído en desuso desde tiempos inmemoriales y que el general Castillo ha resuelto poner otra vez de moda. Tejada prevé incluso que las resurrecciones llegarán a ser tan frecuentes y naturales, que en las páginas sociales de los periódicos podrán leerse avisos como el siguiente: "Esta mañana a las 11 resucitó en el cementerio de la ciudad, el general Fulano de Tal. Con ese motivo, la familia del exdifunto dará esta noche un té bailable a sus amistades". Pues bien, yo opino que es una desgracia que no se haya puesto en práctica la saludable sugerencia de nuestro cronista. Sería, por ejemplo, maravilloso, asistir a la resurrección de los trabajadores de las bananeras, ametrallados en 1928, apenas cuatro años después de la muerte de Tejada. O declarar una campaña nacional de resurrecciones para volver a la vida a los cientos de miles de humildes compatriotas asesinados a lo largo del siglo XX en el curso de nuestras violencias políticas.

Tal vez podamos ver y vivir eso algún día. Y tal vez el propio Tejada se aparezca algún día entre nosotros, resucitado en cuerpo propio o ajeno, para explicarnos una vez más que la magia de la revolución solamente es posible cuando trabaja por "el advenimiento del único reinado humano y justo: el del hombre simple, del buen hombre, del hombre".


Nota sobre las fuentes

Aparte de las referencias citadas en el texto, hay que precisar que las citas de los cronistas mencionados proceden del libro La crónica en Colombia: medio siglo de oro, de Maryluz Vallejo Mejía, Biblioteca Familiar Colombiana, Presidencia de la República, consultado en su versión digital Biblioteca virtual Luis Ángel Arango. Algunos de los datos biográficos son del estudio de John Galán Casanova "Luis Tejada: crítica crónica", Boletín Cultural y Bibliográfico, Banco de la República, vol. XXX, N° 33, 1993. Otras fuentes de consulta son: Juan Gustavo Cobo Borda, "Luis Tejada", en Luis Tejada, Gotas de tinta, Biblioteca Básica Colombiana, Colcultura, 1977, y los testimonios de Jorge Zalamea, Alberto Lleras y Luis Vidales incluidos en la misma obra; Antonio Mejía Gutiérrez, "Luis Tejada: sociólogo de los cotidiano", Revista UN, N° 2, enero-marzo, 1969; Lino Gil Jaramillo, "Luis Tejada, pequeño filósofo de lo cotidiano", en Tripulantes de un barco de papel, Ed. Beta, 1975; Darío Ruiz Gómez, "Luis Tejada contra el despotismo ilustrado", en De la razón a la soledad, Universidad Nacional, Bogotá, 1977; y mis propias notas sobre mis conversaciones con mi padre, Luis Vidales.

Carlos Vidales
Estocolmo, octubre de 2005
(Revisado: marzo de 2011)
(Fotografía: Luis Tejada, por Melitón Rodríguez, 1922)

* He publicado ahora esta crónica pensando en mi entrañable amigo Fernando Garavito. Fue él quien me animó a escribir mi largo texto sobre Tejada ("Magia y Revolución") en 1975, y fue él quien lo hizo publicar en la revista de la Universidad Nacional, en 1977. En tu memoria, Fernando.

** El excelente amigo y maestro Carlos Gaviria me hace notar que Santa Rosa de Viterbo no está en Antioquia, sino en Boyacá. Ya he corregido el horror geográfico. Gracias, Carlos.

--