En cambio, todos los colombianos, grandes y chicos, han aprendido a amar al ferrocarril y sobre todo a la locomotora, ese "ser misterioso y maravilloso", de quien el mismo Tejada explica que "tiene un corazón detonante, cálido y nervioso, que arroja hacia nosotros su hálito vivificador, confianzudo y loco como el respirar fragoso de un ser que nos ama y solloza sobre nuestro pecho".
La nueva burguesía industrial, en ascenso desde la caída de Rafael Reyes (1909), obtiene en 1922 una formidable coyuntura económica, al iniciarse el pago de la "indemnización americana" por el Istmo de Panamá. Son 25 millones de dólares que caen como una bomba en el magro presupuesto nacional de 38 millones de pesos y que además traen "amarrados" empréstitos usurarios por un valor cercano a los 198 millones de dólares. Esa burguesía industrial en ascenso necesita ante todo una potente red de transporte en un país apenas dibujado por caminos de carretera y rutas de herradura. Para ella, la construcción de las vías férreas se convierte en asunto de primera prioridad. Los ideólogos y teóricos de esta clase, erigen al ferrocarril como la herramienta decisiva del desarrollo. La falta de líneas ferroviarias tiene la culpa del atraso. Así lo hace saber el ministro de Hacienda, Pomponio Guzmán, en 1921, cuando dice que al estallar la guerra mundial de 1914, "Colombia no contaba con elemento alguno que pudiera utilizar para acrecentar ni para transportar la producción de aquellos artículos minerales, agrícolas y manufacturados que a favor de la contienda hubieron de alcanzar precios muy elevados en los mercados europeos y americanos". Y para reforzar su tesis, agrega: "podréis ver cómo los departamentos favorecidos con los pequeños trayectos de la vía férrea construídos, son los únicos que han aumentado sus presupuestos de rentas departamentales y municipales en lo que va corrido del siglo..."
Esta posición se precisa aún más en el curso de la polémica sobre políticas de impuestos. Frente a las tesis conservadoras de aumentar los tributos, republicanos, liberales y progresistas insisten en "mejorar las vías de comunicación en una forma que permita la movilización de la producción de la tierra y la industria, poniendo así en capacidad a cada ciudadano de centuplicar su riqueza, con lo cual centuplicará el tributo que pague al Estado. Para demostrar esto no habría necesidad de anotar cómo los países que más tributo pagan al Estado, son aquellos que tienen una mayor extensión de vías férreas".
Consagrado así, en el terreno económico, esto que Luis Ospina Vásquez denomina la "superstición ferrocarrilera", no es extraño que Tejada glorifique a la locomotora con pasión de amante fervoroso, porque como Luis Vidales ha dicho, "el artista de hoy, qué duda cabe, recibe las órdenes secretas de la constante social".
Vidales es, en 1926, un ingenioso, precoz y sarcástico joven de 25 años de edad. Se gana la vida como Jefe de Contabilidad del Banco de Londres y América del Sud y acaba de publicar, el 25 de febrero de ese año, un libro irreverente y burlón, con poemas en los cuales "a través de los microscopios los microbios observan a los sabios", los hombres son aparatos fotográficos y Jesucristo aparece como un señor ejemplar a quien, en premio de su buena conducta, le pusieron una Condecoración tan grande que se enredó en ella y se murió. El libro, por añadidura, ostenta un título que es una bofetada a la solemne poesía de metro, rima y sonsonete, pero que en cambio obedece, con auténtica disciplina, "las órdenes secretas de la constante social": Suenan Timbres.
Y en tanto suenan timbres y puertas y teléfonos en la sombría capital que con un cuarto de siglo de retraso comienza a entrar en el siglo XX, la ascendente burguesía industrial practica en los campos la nueva religión de los ferrocarriles. Más del 60 por ciento de "indemnización americana" es destinado a la construcción de vías férreas. Se tienden las líneas y se ponen a rodar los ferrocarriles del Norte (1923-25), del Pacífico (1924-26), del Tolima, Huila y Caquetá (1924-26), del Carare (1924-26), Central de Bolívar (1924-26), de Nariño (1924-26), de Caldas (1924-25), de Medellín-Río Cauca (1924-27), de Bolombolo-Cañafístula (1926), así como los del Sur, prolongación Fusagasugá, de Cundinamarca, Ambalema-Ibagué, Santander-Timba, y los cables aéreos de Cúcuta al Magdalena y de Manizales al Chocó. Y para que no quede duda de la voluntad modernizadora de esa burguesía, el resto de los dólares indemnizatorios se destina a las obras del Canal del Dique, Bocas de Ceniza, el puente de Girardot y el muelle de Buenaventura, sin olvidar los fondos necesarios para crear el Banco de la República (1923) y el Banco Agrícola Hipotecario (1926). Ni un solo centavo para carreteras. "Los gobiernos de esa época, dice José Raimundo Sojo, sólo creían en los ferrorriles".
Y como el resto de las gentes, parecían temer al diabólico misterio de los automóviles...
Colombia tenía en 1926 un millón de peones agrícolas que trabajaban diez horas diarias por jornales que variaban, según la región, entre veinte y cincuenta centavos. El conjunto de la mano de obra alcanzaba a 1.800.000 personas. La abundancia de brazos proporcionaba trabajo humano barato y hacía innecesaria, a los ojos del buen burgués, la mecanización de las labores. En el campo se encontraban en franco ascenso las industrias del azúcar, algodón, arroz, tabaco y cacao. En la ciudad crecían las industrias textileras, las cerveceras y las de alimentos. La población se redistribuía rápidamente. Hacia la costa derivaba una muchedumbre de trabajadores atraídos por las centrales bananeras de la United Fruit, y comenzaban a generarse ya las condiciones que precipitarían la sangrienta masacre de 1928. En Medellín, Bucaramanga, Barranquilla, Cali y Bogotá, se concentraban los núcleos obreros que habrían de librar las primeras grandes huelgas de la historia nacional. Los empresarios se entusiasmaban por el torbellino de la acumulación primitiva, el salario obrero a los límites precisos de la miserable supervivencia, y jerarquizaban los jornales del hombre, la mujer y el niño. Coltejer pagaba de 50 centavos a $2.70 a los hombres, según el grado de calificación, y de treinta a ochenta centavos a las mujeres; Rosellón (planta de Envigado) tenía salarios promedios de un peso a los hombres y cuarenta y cinco centavos a las mujeres; Colombiana de Tabaco tenía promedios de $1.58 para los obreros y $0.91 para las obreras. Niños menores de diez años hacían jornadas de diez y doce horas por veinte centavos en las fábricas, y por ocho centavos en los campos.
Comenzaba, además, el primer proceso de concentración de industrias. La Colombiana de Tabaco, fundada en 1919 como una empresa exclusivamente antioqueña, ya tenía en 1924 cuatro fábricas regionales (Medellín, Bogotá, Barranquilla y Cali) con 500 obreros, y se aprestaba a comprar las plantas de Bucaramanga, Cartagena y Pasto, aplicando una política que la habría de conducir, ya en 1928, al monopolio absoluto de la fabricación de cigarrillos.
En el campo de la industria textil, y sin mencionar el prodigioso crecimiento de Coltejer, vale recordar el más modesto ejemplo de Rosellón. Inició su producción con 100 telares, en 1914. Doce años más tarde, en 1926, tenía 200 telares y 3.128 husos, pero esto fue en gran medida porque absorbió a otra empresa rival en 1919 (la fábrica de A. M. Hernández) y más tarde logró devorar a otras competidoras más pequeñas.
El desarrollo industrial cambiaba la faz del país. Crecían las ciudades fabriles. Se ahondaba el abismo entre las villas coloniales todavía amodorradas en el siglo XIX y las villas industriales, que comenzaban a incursionar con paso vacilante en la aventura del nuevo siglo. Antioquia marchaba a la cabeza de la industrialización: Coltejer, Rosellón, las medianas y pequeñas textileras, y las dos fábricas de Bello que más tarde se fusionarían para formar Fabricato, reunían el 50 por ciento de todos los telares mecánicos del país. Funcionaban ya una siderúrgica en Medellín, una fábrica de papel en Puerto Berrío y otras empresas que hacían del departamento de Antioquia el más importante centro proletario del país.
En el Valle del Cauca predominaba la economía agrícola, especialmene la azucarera, pero existían también centros fabriles como La Garantía (Tejidos), Industrias Textiles de Colombia y una fábrica de muebles y artículos de hierro en Palmira.
En Bogotá, aparte de las textileras, eran importantes las fábricas de cementos (Samper y Diamante), la Cervecería Bavaria y la industria del calzado, así como las vidrierías y cristalerías estimuladas por la industria cervecera.
Por esta misma época, el transporte aéreo (empresa SCADTA, antecesora de AVIANCA), contaba con nueve aviones con capacidad para cinco pasajeros cada uno y un cupo para carga, y dos aparatos de mayor capacidad.
El Banco de la República, creado por Ley 25 de 1923, había asumido ya la emisión de billetes convertibles en oro, y la composición de su Directorio reflejaba el empuje de la burguesía industrial en ascenso: tres representantes del gobierno, cuatro de los bancos nacionales privados, dos de los bancos extranjeros y uno de los accionistas particulares. Con esto se calmaba, según el decir de la misión encargada de asesorar al gobierno, "el temor de que el Banco pueda quedar bajo la indebida influencia del gobierno".
Pero esta misma clase, que se espantaba ante la sola idea de que el gobierno pudiera intervenir en su Banco, exigía a voz en cuello la intervención gubernamental sobre la tierra. La agricultura, retrasada y colonial, no estaba en condiciones de atender a las exigencias de la industrialización. Por eso la nueva burguesía, cuya razón originaria de existencia reside es el principio sagrado de la propiedad privada, no tuvo el menor problema de conciencia al imponer en el Parlamento la Ley 74 de 1924, llamada "Ley de Agricultura", que atribuyó a la tierra una función social y autorizó al gobierno a expropiar predios no cultivados. La propiedad privada sobre la tierra ya no era un derecho sacrosanto e intocable. Ya veremos cómo, por fuerza de otras circunstancias sociales, la burguesía industrial de comienzos de siglo habría de incurrir en otras herejías peores. Por ahora bástenos señalar que esa era una clase pujante y renovadora y que a su influjo potente la joven intelectualidad comenzó a discutirlo todo, a cuestionarlo todo, a reírse de todo lo viejo y caduco y a despedirse para siempre de los ridículos lunáticos del siglo XIX.
Fablo Lozano Torrijos decía en aquellos años, hablando de Colombia:
"Un raro acomodo a la quietud y a la pobreza, le daba la extraña fisonomía de un campo de cartujos o trapenses... Pero todo esto ha pasado y ha concluido para siempre. Y el empuje de un nuevo concepto de la vida arrollará en corto tiempo, definitivamente, inexorablemente, todos los obstáculos internos y externos".
Ese fue el espíritu, alegre y triunfal, que animó a la generación de Los Nuevos: Luis Tejada, León de Greiff, Jorge Zalamea, Luis Vidales, José Mar, Rafael Maya, eran, entre muchos otros, los más audaces representantes de esta generación que nacía a la vida política e intelectual de Colombia, con la misión histórica de cavar la sepultura –en lo político, en lo económico, en lo social y en lo cultural– de las fuerzas coloniales enquistadas en el latifundio oligárquico, en el Estado rancio y autocrático de la hegemonía conservadora y en las aguas estancadas y ya malolientes de una cultura aristocrática, congelada y decrépita. Y así como el surgimiento de la generación de Los Nuevos no se podría explicar sin el desarrollo de la burguesía industrial de comienzos de siglo, así el triunfo político de esa burguesia aglutinada por las victoriosas huestes liberales de 1930, tampoco podria explicarse sin la poderosa influencia renovadora que, en el plano intelectual e ideológico, extendieron Los Nuevos sobre lo que muchos años más tarde Gaitán habria de llamar "el país politico".
Pero el país ya no era una isla. El mismo proceso de desarrollo industrial llevaba implícito un cambio profundo en las relaciones de nuestras gentes con el mundo. Las noticias comenzaban a llegar con rapidez, desde todos los rincones del globo. El cine iniciaba el proceso de formación del "hombre universal" ese cuyos valores, actitudes y sentimientos se van modelando al influjo de los gigantes medios universales de comunicación. Hasta la todavía soñolienta Bogotá llegaban, el uno en noticias, el otro en imágenes, los dos hombres más importantes de esa hora: Lenin y Chaplin.
Lenin, aquel que condujo con empecinada y sobrehumana voluntad a millones de seres por el camino de una revolución desconocida, inédita, de la que no había antecedentes en la historia humana, conmovió profundamente a Vidales, a Tejada, a José Mar, a Zalamea y a León de Greiff. Con religioso fervor, Tejada decía que Lenin era "el único redentor del mundo". La Revolución Rusa causó un impacto tan decisivo en la formación de estos jóvenes intelectuales, que todos ellos participaron más de una vez en tareas políticas revolucionarias. De todos ellos, Tejada y Vidales fueron los que más lejos desarrollaron una conciencia marxista, apartándose definitivamente de toda concepción burguesa. Tejada murió en 1924, pero Vidales –que vivió hasta 1990– pudo participar en la fundación del Partido Comunista de Colombia, ser miembro destacado de su primer Comité Central y dirigir, en 1930, el primer periódico del comunismo militante en nuestro país: Vox Populi de Bucaramanga.
Así, pues, la generación de Los Nuevos no fue homogénea ni sus miembros tuvieron un destino común. Y no podían tenerlo, porque las "órdenes secretas de la constante social", entonces representadas por una burguesía en ascenso, no eran exclusivo patrimonio de esa burguesía, sino que procedían de las más diversas fuentes históricas y de otras clases sociales que vamos en seguida a mencionar.
Pero hemos nombrado a Chaplin, y no por capricho. Yo no sé de nadie que haya logrado poner tanta poesía, tanta ironía, tanta tristeza y tanta ternura en los objetos sencillos –un zapato, dos panes, un bastón, una simple camisa– ante los ojos de tantos millones de seres humanos, mediante gestos que no necesitan traducción alguna ni lenguaje articulado. Chaplin es el pobre inmigrante en la gran ciudad, pero también es el "pobre pobre" de todas las ciudades del mundo. Es el cocinero, el mesero, el vagabundo, uno de los treinta millones de desempleados, el obrero de la gran fábrica a quien la máquina convierte en un simple engranaje más, el pobre diablo que, sujeto a las potentes fuerzas económicas, puede ser tanto el humilde sastre judío o el arrogante Fuhrer alemán. Es la denuncia viviente contra lo inhumano de carne y hueso, y por eso en 1922, en Bogotá, un grupo de señoritos reaccionarios apedrean el Teatro Olympia donde se exhibe una película de Chaplin, y por eso mismo Vidales organiza un "desagravio" y obtiene de Eduardo Santos la gracia de un suplemento dominical de El Tiempo, íntegro, para tal efecto.
Hay un hilo invisible, pero que de algún modo se percibe, y que une y entrelaza el humor fino de Tejada, la ironía amable de Rendón, la irreverencia burlona de Vidales y la gracia profunda de Chaplin. Puede que se trate tan solo de la influencia secreta de la circunstancia social; pero ello, en todo caso, serviría para demostrar cómo los estimulos ocultos del proceso histórico producen respuestas similares y actitudes parecidas en los creadores aparentemente más disímiles y de las más diversas latitudes. Picasso y Juan Gris en la pintura cubista, que no pinta al mundo como lo ve, sino como lo piensa; el ruso Maiakovsky, que se sube a los tranvías de Petrogrado para asustar a las gentes con un teatro insolentemente novedoso en el que la nube se viste con pantalones de obrero; el peruano César Vallejo, ensayando entre el opio y la rebeldía el incomprensible trabalenguas de Trilce; Torres García, en Uruguay, pintando telas que pretenden reordenar el mundo de acuerdo con las leyes del "universalismo constructivo"; el genial chileno Vicente Huidobro, creador de poemas heréticos y cocinero de sopas oceánicas; todos ellos y muchos más como ellos, tienen la misma actitud iconoclasta, el mismo afán demoledor de academias, el mismo sarcasmo y la misma ironía contra sus sabios antecesores.
Los colombianos no son ajenos a esta actitud universal. Si algo tienen de original, de novedoso y singular, es que ellos son los únicos que se agrupan en un movimiento generacional, que renuncian a crear escuelas o ismos y que, sabiéndose heterogéneos y dispares, se unifican por aquello que los une y dejan para otras décadas aquellos elementos que los habrán de separar. No crean un nuevo dogma, son un grupo de combate. Y ese grupo de combate, precisamente, tiene toda su razón de ser en la lucha sin cuartel contra todos los dogmas, sectas y escuelas. Como Rabelais, quisiera que las gentes tomaran el agua del eléboro para que olviden todo lo que sus antiguos preceptores les han enseñado. Y como Cervantes, quiere matar de ridículo al viejo orden.
En Colombia, el gran proceso de sindicalización obrera se inicia en 1919 y da lugar, casi de inmediato, a dos grandes fenómenos de la lucha social: la primera oleada huelguística de nuestra historia (1920-25) y las primeras manifestaciones orgánicas del ideario socialista. Las grandes huelgas de Girardot, Barranquilla, Medellín y Bucaramanga, en esos años, son simultáneas a los intentos de creación del Partido Obrero Socialista, e irán generando las condiciones para el surgimiento del Partido Socialista Revolucionario de 1927. Emergen entonces líderes como Tomás Uribe Márquez, Ignacio Torres Giraldo y María Cano, La Flor del Trabajo.
En 1925, el Segundo Congreso Obrero de Colombia solicitó y obtuvo su ingreso a la Internacional Roja de los sindicatos, con sede en Moscú. En Mayo de 1926, el Tercer Congreso Obrero reunió en Bogotá a indígenas, campesinos, peones, operarios de los centros fabriles e intelectuales de avanzada, y en su seno se manifestó la evidente hegemonía de la tendencia marxista. Allí se resolvió, precisamente, crear el Partido Socialista Revolucionario.
María Cano decía por aquel entonces: "El obrerismo colombiano es un ejército que ha estado esperando, y aún espera anhelante el momento en que sus jefes, sus verdaderos jefes, lo lleven al combate, a esa revolución social por la cual lucho a brazo partido y sin que nada me arredre porque es causa justa, la causa de los oprimidos, de los desheredados de la fortuna".
La rebeldía obrera se afirmaba y endurecía, a pasar de algunas graves derrotas. En octubre de 1924 estalló la huelga de Barranca contra la compañía petrolera norteamericana. El movimiento fue brutalmente aplastado por el gobierno y las fuerzas parapoliciales de la Tropical Oil y 1.200 obreros fueron despedidos. Pero antes que transcurriera un año, ya se estaba gestando otro conflicto en la zona.
El poderoso influjo de las ideas proletarias estaba presente en cada huelga, se extendía a la joven intelectualidad, penetraba en los salones de la burguesía progresista y ganaba adeptos entre los cuadros dirigentes del Partido Liberal. La Generación del Centenario (Eduardo Santos, Luis López de Mesa, Luis Eduardo Nieto Caballero y otros) que en 1920 había propuesto organizar el liberalismo como una fuerza alternativa que impidiera o moderara "la pugna bárbara entre el conservatismo reaccionario y las fuerzas tumultuosas del socialismo criollo", se encontraba en franco receso porque ese socialismo criollo parecía imponerse en las propias huestes liberales, acaudilladas por el general Benjamín Herrera.
En las elecciones de 1921, los socialistas habían logrado una caudalosa votación. En Medellín, por ejemplo, obtuvieron el 23 por ciento de los votos, en tanto que el Partido Liberal recibía apenas un 15 por ciento. Semejante catástrofe no volvería a ocurrir, porque el General Herrera logró imponer en el seno del liberalismo sus tesis socializantes, y con extraordinaria audacia y flexibilidad política pudo agrupar en torno al Partido Liberal a jóvenes intelectuales, artesanos, obreros, campesinos y estudiantes, que de otro modo se hubieran reunido bajo las banderas del socialismo revolucionario. La Convención Liberal de Ibagué, reunida en 1923, acogió en su plataforma las conclusiones de la Convención Socialista de Honda, de modo que –cuenta Gerardo Molina– "el acuerdo entre los dos partidos era casi absoluto, hasta el punto de que muchos pensaron que era inútil persistir en la formación de una nueva colectividad política". El senador liberal César Julio Rodríguez afirmaba públicamente en diciembre de 1922: "El socialismo vendrá inevitablemente al país, como una gran fuerza equilibradora". Y en abril de 1923, el escritor Armando Solano Solano decía en un discurso pronunciado en Cartagena: "Si el liberalismo, por una u otra razón, no se hiciera socialista en la forma franca y moderada en que es posible, desaparecería ... Tenemos en cambio el derecho de pedirles a las agrupaciones obreras que no separen prematuramente su actividad de la nuestra, porque así no le sirven sino a la consolidación de la hegemonía conservadora".
Eran, pues, los tiempos en que la pujante burguesía liberal estaba dispuesta a hacer todas las concesiones de principios a los obreros socialistas, en aras de la lucha contra la hegemonía conservadora. El General Benjamín Herrera, brillante y hábil caudillo, se afanaba entonces en buscar la amistad de los jóvenes intelectuales. El periódico El Sol, de Luis Tejada, salió muchas veces de la imprenta gracias al generoso bolsillo del jefe liberal, que siempre tenía fondos listos para estimular la rebeldía juvenil. A José Mar, miembro destacado de Los Nuevos, lo hizo su secretario particular. A Luis Vidales lo recibía con afecto, sin que parecieran incomodarle las impertinencias bolcheviques del joven poeta.
Herrera fue más lejos aún: impuso candidatos obreros y campesinos a los concejos municipales: abogó por una ley de participación de los obreros en las ganancias de las empresas y declaró su apoyo irrestricto a las tesis de expropiación del latifundio. La apertura socialista del liberalismo, que él presidió e impulsó, contribuyó decisivamente a contener, dentro de las filas del gran partido, a la poderosa corriente de las masas populares, que años más tarde constituiría el gran ejército del gaitanismo. Pero también, por reacción dialéctica, determinó la conformación de la corriente burguesa, colaboracionista liberal-conservadora, cuyas tesis habría de precisar Olaya Herrera, auténtico precursor del Frente Nacional, quien sostenía, a propósito de las relaciones entre liberales y conservadores, que "no debemos partir del supuesto de que somos enemigos mortales, sino colaboradores en una obra común, y que lejos de ser irreductibles y antagónicos, nuestros puntos de vista son fácilmente armonizables".
Así se perfilaban las dos grandes tendencias liberales: la primera, que buscaba la alianza de la burguesía en desarrollo con el movimiento obrero, en contra de las fuerzas políticas del latifundio; la segunda, que prefería la alianza de todas las corrientes burguesas para mantener bajo control a las clases trabajadoras. "Frente Popular" y "Frente Nacional" parecían ser las alternativas del liberalismo, aunque entonces no existían esas denominaciones.
La existencia de estas corrientes y de estas fuerzas sociales explica en gran medida por qué Los Nuevos pudieron ser un grupo de combate unificado, a pesar de que en su seno actuaban marxistas y no marxistas, bolcheviques y liberales, anarcosocialistas y socialdemócratas. Y el hecho de que la tendencia frente-populista fuese entonces hegemónica en la vida política, y fundamentalmente en el Partido Liberal, nos permite comprender la extraordinaria influencia de Los Nuevos en esa etapa de la vida cultural de Colombia.
Muchas cosas han cambiado desde la publicación de Suenan timbres (25 de febrero de 1926). Otras corrientes se han impuesto en el desarrollo institucional y político de los grandes partidos. Pero la irreverencia antidogmática del joven poeta calarqueño, su capacidad demoledora de mitos, su voluntad de barrer, a fuerza de humor y de sentido común, los Establos de Augías de la poesía colombiana, habrán de cobrar nueva vida y nuevo vigor en la hora de las grandes transformaciones sociales que el país espera.
Hoy no podría pedirse, en rigor, el surgimiento de poetas verdaderamente singulares, como el Vidales de 1926, o de cronistas pioneros como el Tejada de 1923. El propio Tejada reconoce que las ideas nuevas, las formas nuevas de lenguaje, las relaciones inéditas entre los objetos y las ideas, entre las palabras y las cosas, surgen en tiempos de transformación social, en períodos revolucionarios, o cuando menos, renovadores:
"porque toda conjunción imprevista de palabras, que se salga de los moldes gramaticales, significa la existencia de una idea nueva, o al menos, acusa una percepción original en la vida de las cosas. Por eso en las épocas de intensa agitación espiritual, en los momentos de revolución, la gramática salta hecha pedazos junto con las instituciones milenarias. Todo profundo cambio social repercute en la gramática subvirtiéndola y renovándola también. Los hombres, cuando tienen numerosos pensamientos inéditos, necesitan, para expresarlos, combinaciones inéditas de palabras, que naturalmente no están catalogadas en los textos ni estereotipadas en el lenguaje tradicional".
Por eso, Suenan Timbres es un producto de los grandes cambios operados en el país en la década de 1920. Y por eso mismo, Suenan Timbres espera a sus redescubridores en los hombres que habrán de realizar la transformación revolucionaria de la sociedad colombiana.
(c) Carlos Vidales
Suplemento de "El Pueblo" de Cali, febrero 22 de 1976.
La versión que aquí se publica ha sido revisada por el autor. feb. de 2011
Se han corregido algunas fechas y modificado algunas expresiones)
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